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el principio de la pandemia

Aug 25, 2024

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el principio de la pandemia
Nuevo concurso literario en quaderno

¿Qué era ese ruido insoportable?

Camila se despertó con un dolor de cabeza, el cual nacía en su mandíbula y se irradiaba hasta sus manos. 

Lila la estaba llamando otra vez. Las llamadas perdidas se acumulaban, estaba preocupada por ella y sabía que tenía sus razones.

Se tomó dos ibuprofenos con el whisky que quedaba en el vaso. 

Había perdido la cuenta de los días desde que la cuarentena había comenzado en marzo. Era una sensación extraña, la de perder el transcurso del tiempo. Más extraño aún era cómo no lo estaba llevando tan bien como pensaba que lo iba a hacer.

No era su primer encierro, no recordaba siquiera cuál había sido realmente. Eso tiene la depresión, cuando Tristeza llegaba no había forma de salir de la cama sin su permiso. Tal vez era porque el encierro no había sido autoimpuesto. No es que quisiera salir tampoco. Comía solo cuando la resaca de whisky caro de la tía Lila le dejaba el estómago como un mar de lava, y no pedía comida a otro lugar más que a una pizzería de dudosa calidad porque tenían fugazzeta rellena y era la que siempre se le antojaba. 

Que dolor el que nacía de su mandíbula, que resaca la de su cabeza.

La ausencia de Lila tampoco hacía la cuarentena más grata. Ella siempre había estado ahí en sus depresiones, asegurándose de que se bañe, dándole de comer y siendo testigo de sus actividades, generando así algún tipo de control en ella. 

Pero Lila no estaba y no iba a estar por mucho tiempo, la pandemia la había dejado atrapada en París y, aunque podía ser repatriada, el proceso podía tardar meses. 

Repatriada.

Camila sabía que Lila hacía tiempo no tenía patria. Sus viajes y estadías por el globo la habían vuelto una mujer del mundo, como se dice por ahí. Su tía no necesitaba ser repatriada porque no era ya ese bicho de Buenos Aires que la había acogido cuando ella aún era una niña. 

La extrañaba, sí, pero sabía que si le atendía la llamada iba a terminar escuchando un quilombo del otro lado del teléfono y un "si, tenés razón" de su garganta. Una vez que esa frase terminara, Camila iba a tener que realmente intentar estar bien, por su tía. Y eso era algo que ni Tristeza, ni Ira ni el Feto deseaban. No la iban a dejar y ella no iba a dejarlos a ellos. 

El departamento, que había sido un espacio limpio y bien iluminado, ahora era una cripta, su cripta. Era como si la muerte no quisiera llegar, como si el desorden de esa ahora cueva solo ahuyentara la idea de realmente terminar con todo. Alguna vez había amado ese departamento que la había abrazado cuando el exilio de su verdadero hogar se había hecho palpable. Ahora era solo el enemigo, y qué enemigo más pesado y presente que el de las paredes que te rodean. 

Todo olía mal: el baño olía a mierda, la cocina a podrido, el living a humo y su habitación a encierro. La de Lila seguro también, pero prefería no asegurarse. La única vez que había entrado la persiana estaba abierta y el sol le pateó la cara junto con el aroma de su adolescencia y con eso fue suficiente. 

A Tristeza, Ira y el Feto tampoco no les gustaba que fuera ahí. Intentó volver, pero los tres se impusieron en la puerta, Tristeza le rompía la ropa, Ira le gritaba y el Feto solo se arrastraba llorando, pidiendo por su madre, como siempre. 

No es que pensara que eran reales, lo sabía perfectamente y muchos médicos se lo habían explicado. Sin embargo, los había aceptado como sus compañeros de encierro. Era mejor que estar sola.

Aun así, a veces se pasaban. Se comían su comida, le rompían los platos y el Feto tenía la terrible costumbre de dormirse encima suyo. Su piel viscosa, en constante podredumbre, le mojaba la cama y, a veces, el colchón. 

Pero no importaba, ya nada importaba demasiado. Su papá la había dejado de llamar hacía ya tiempo, luego de una discusión. Quería que vuelva al pueblo, que no se quedara encerrada en ese departamento, que toque el pasto. "Te conseguimos un permiso y viajas al toque". No. No. No. No. Prefería la muerte lenta y trabajosa antes de volver. 

Esa llamada le había provocado tal malestar que Ira se había apoderado de ella y había reventado el teléfono contra la pared. Los pedazos de vidrio y plástico aún estaban en el suelo cuando el delivery con uno nuevo llegó: Lila. 

Ahora la llamaba todos los días y con cada notificación el dolor se acrecentaba. 

"Che, creo que el whisky ya no es suficiente", le dijo Tristeza, mientras el Feto se colgaba de su sombrero de ala ancha, con sus bracitos estirándose hacia ella, siempre pedía por su madre.

"Ya sé, pero no hay más pastillas".

Y ahí se acordó. El vecino. 

No hablaban desde antes de la cuarentena, pero vivía cerca y era dealer. De cualquier cosa. Habían cojido un par de veces, pero no por droga ni nada por el estilo. A Camila le generaba una fascinación extraña ese chico. Hijo de clase media alta, vivía en un hotel a la vuelta y su única actividad era drogarse y vender droga. No entendía que la hacía sentirse tan cerca de alguien tan perdido. Para ella el vecino era un desperdicio de hombre. No solo hermoso sino también cariñoso e inteligente. 

Lo llamó en un impulso y se dio cuenta de que era raro llamarlo, pero antes de poder cortar él le contestó. Al parecer tenía su número guardado, porque cuando atendió dijo:

"Hola vecina hermosa, hasta que apareciste de vuelta". Arreglaron para verse, en la casa de ella. "A la mierda esta cuarentena, es todo una exageración del gobierno"

Camila ni se preocupó en acomodar su departamento. Él la había recibido tantas veces con vómito de algún desconocido en el baño que sabía que era tan ciego como ella para la limpieza. La que no estaba contenta con la idea era Tristeza.

"¿Acaso él es mejor compañía que nosotros?", le reclamó "sos una paki de mierda" 

No entendía por qué se ponía así, como si se olvidara que su relación era única. 

"Necesitamos drogas, ¿O no?", la miró a los ojos, parecía tan real. "No me lo voy a cojer, solo quiero que nos dé algo. "

Al rato el vecino llegó con dos botellas de vino y una bolsa llena de keta. Nunca había tomado keta.

"No tenía ningún somnífero, pero esto te juro que te va a relajar una banda". Qué lindo que era. 

Dejó su campera en la entrada y miró a su alrededor. 

"¿Vivís sola acá? Tiene pinta de departamento de abuela".

"Es la casa de mi tía, pero ella quedó atrapada en París".

"Ah."

Se dio cuenta que nunca habían conversado realmente. Siempre había sido unidireccional. El vecino contándole sobre su vida y ella haciendo más preguntas. No es que fuese raro, los hombres tienen la costumbre de confundir comunicación con monólogo. También entendió que era porque a él no le importaba y que, en parte, por eso le gustaba tanto. Menos hablar de ella misma. 

Camila corrió los restos de deliverys de la mesa ratona y le dio el último platito limpio que tenía. 

Él la miró extrañado.

"Vecina, esto es más rico cuando se toma con las manos."

Metió un dedo en la bolsa y aspiró el polvo blanco, sus ojos se perdieron y le entregó el contenedor prohibido mientras se derretía con ganas en el sillón. 

Así estuvieron un rato, entre la bolsa y la primera botella de vino. El vino era caro, casi tan caro como los whiskies que tomaba Lila, la cual la había llamado dos veces más.

A Camila ya no le importaba nada, Tristeza la miraba sentada en el piso, enojada. Ira había desaparecido, no lo sentía en la casa y el Feto era solo una baba acostada en el sillón de al lado al que estaban con el vecino.

De repente se dio cuenta de que le hablaba. Le estaba contando de su infancia en el campo, de cómo su tío los había cagado y les había hipotecado la casa.

¿Cómo habían llegado ahí? Ni idea.

"Y nada, mis abuelos se hicieron los re boludos"

"¿Te llevas mal con ellos?"

Era una pregunta que podía ser contestada con un si o no. Como mucho una explicación, luego. Pero el vecino se quedó callado.

Luego de un rato respondió. " Mi abuela es re lo más. Con mi abuelo es más difícil, siempre le tuve miedo"

"¿Por?" A algo estaban llegando, Tristeza se levantó y comenzó a rondar el living como si se hubieran convertido en una presa y ella fuera su única depredadora.

El vecino tomó un poco más de keta y la miró a los ojos.

"Porque si no me pegaba me tocaba" silencio "mi abuelo abusaba de mí y de mi hermana"

Silencio.

Tristeza pareció crecer y poblar toda la habitación mientras reía siniestramente. ¿Realmente nadie mas podía verla?

Camila tomó fuerza de ese silencio y le dijo:

"Te entiendo"

"¿Qué vas a entender vos?" Se puso a la defensiva.

"Vivo con mi tía." La respuesta fue tan corta como la realidad de los hechos.

Ambos quedaron en silencio, tomando keta, tomando vino, llenando vacíos.

Camila puso música, para apaciguar un poco.

Tristeza parecía un gigante. Rondaba por la habitación con su cabeza puntiaguda doblada porque la altura del techo le quedaba corta.

"¿Pensás que somos así por lo que nos hicieron?"

La pregunta le desconcertó.

"Un poco y un poco. No sé de tu historia, pero sé que a mí me dejaron sola."

"A mí también"

Y las horas pasaron. Más keta, más vino. Cuando se quedaron sin que tomar pasaron al whisky. El vecino le ofreció merca, pero eso ella no quería tomar.

Cuando se despertó, no sabía cuántas horas habían pasado. Estaba sola en el sillón, con Tristeza y el Feto de mierda que le había mojado la remera tratando de tomar leche de sus tetas, como si hubiese algo en esos pequeños recipientes.

Buscó al vecino por la casa hasta llegar al baño. Ahí estaba, sentado al lado del inodoro, vómito a su alrededor.

Lo tocó suavemente, él le acarició el pelo.

"Qué linda que sos" vio sus labios moverse, pero la voz era la de Tristeza.

"Te tenés  que ir"

"¿Qué hora es?"

"No sé."

Se levantó, juntó sus cosas, y se fue dejando la bolsa con lo que quedaba de droga, casi sin querer.

En verdad, nunca más lo volvió a ver.

rosaura berlingieri

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