En uno de esos solitarios y melancólicos lunes, mirando a la nada por la ventana del colectivo, esperando retornar a su casa, triste y mojado, pensando en que tendrá que hacer mañana.
Y de repente entre la lluvia y los autos le inunda un sentimiento de vacío. La introspección es el mejor amigo del solitario y del que se cree bueno, por eso, es su más fiel compañía.
Ahí, llega a un punto distinto de su ser; el arché de su existencia, sale un poco de sí mismo, por primera vez en su vida; da un sondeo al universo, ve las cosas pero sin sus ojos humanos, las toca, sin sus manos, las saborea, sin su boca.
En ese momento se siente como la luz; tan grande como aquel fulgor, pero a su vez tan simple como lo más ordinario; como la ciudad. Poco a poco él va bajando, hasta ver un mar enorme en el que conviven toda clase de olas, pero al fin y al cabo, es un simple conglomerado de líquido.
Y por fin, aquel hombre triste, aquel payaso; aquel ordinario transeúnte, nos observa: ve que parecemos bichos, aún así le parecemos raros, quiere bajar pero no está preparado. Los edificios le parecen aberrantes y misteriosos, los bondis grandes mantis y las calles desconocidas.
En un momento nos distingue a nosotros, esa gran bola de carne a la que supo parecerse; ese rejunte humano, con supersticiones y emociones, pensando que va a comer hoy y cómo va a desayunar las dudas mañana, pensando en todos aquellos a los que odia y la mina que le gusta, pero no le da bola; al fin y al cabo, un dios los quiso encaminar hacia la sabiduría, pero extrañamente, dispuso que mediante el dolor obtendrán la verdad.
El flamante señor de las estrellas, nos vio durante mucho tiempo como tótems vivientes, de los que solo puede ver la parte de atrás. Caminantes estábamos, por una gran avenida con carteles y luces llamativas, pero con símbolos ilegibles, parecían hechos por robots tratando de sintetizar una emoción en un rectángulo.
Nos veía vagantes sin destino, pero a su vez con uno definido, el de vivir encadenados, de pies y manos, sin poder hacer nada, decidiendo siempre lo planeado.
Así nos vio durante muchos años; la gente se iba y volvía, las pantallas seguían siendo igual de brillantes, pero todos siempre las miraron fijamente, pues no conocían nada más; cuando la luz es tan fuerte que ciega, no difiere mucho a la oscuridad.
Un día como otro, en ya su incansable labor de omnipresente, nuestro transhumano divino, notó algo; uno de esos pequeños bichos se quedó quieto, así pasaron días, meses incluso, en el mar hubo grandes tormentas con tal de que él se moviera, pues es a lo que está destinado… ¿no?
De repente, el nuevo todopoderoso distinguió la cara del divergente, lo que él supo ser, un conforme que fue tragado por las cosas más cotidianas. Entonces, nuestra humana deidad se pronunció así con su hermano: “se que en llamas has ardido, y que por tus ojos entraron destellos de luz y oscuridad; el caos y la lógica, pues aquí está la divinidad de cada uno. Yo soy humano, por lo menos tanto como tu y tus hermanos. No hay nada que escape a la humanidad, pues es la única certeza que conocemos. Dios no existe, por lo menos no como te lo imaginabas; ya has sufrido tanto, que la moral pierde el sentido. Dios no es un gran creador, dios es un simple fonema, con un grandilocuente significado, pues todo es producto de la habitación de cada uno y que quieras poner en tus ventanas frontales. Nadie dispuso nada, ni nada jamás lo estará, esas son puras habladurías del mundo, es una forma de volvernos indulgentes; por qué el bien es la luz y el mal la destrucción? ¿Quién lo decido? ¿Cuándo?” Así habló el, aquel cosmonauta del universo, pero sobre todo, humano.
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