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    Sus pasos chasquean sobre las piedras. Crujen, se adhieren; puede sentir hilos de un líquido espeso pegándose a las plantas de sus pies. El aire apesta a hierro, a ese inconfundible hedor de sangre vieja y coagulada. Pronto, sus pulmones se vacían de oxígeno, como conchas huecas, y es difícil respirar.

    La oscuridad que envuelve ese lugar es casi total; allí todo duele, incluso mirar. El resplandor de una luna alta —débil, como una linterna moribunda— es lo único que le permite distinguir formas entre la penumbra. Cuelga en lo alto del firmamento, como un ojo abierto y herido de alguna deidad de antaño, que ha olvidado de esconderse entre las nubes negras. Su luz no ilumina: tiñe las sombras de rojo, cubre las piedras con reflejos viscosos y proyecta figuras que parecen moverse solas.

    El terreno bajo sus pies se comporta árido y cruel; rocas negras, afiladas como cuchillas, emergen del suelo en ángulos imposibles y se hunden dolorosamente en su piel, como si la tierra misma se hubiera desgarrado para defenderse de su presencia intrusa. Algunas están cubiertas de líquenes oscuros que palpitan; otras sangran un fluido espeso y humeante cuando las roza con los pies desnudos.

    A cada paso, el calor y el dolor se intensifican. No hay llamas visibles, pero el viento mismo arde, como si el infierno exhalara brasas para castigarlo por su intromisión a ese lugar prohibido. Su dermis se ampolla, se resquebraja como barro seco, y de las grietas brota un líquido tenue, rojizo y negrusco, como si su cuerpo recordara el ardor del fuego primigenio del que fue forjado. El escozor se vuelve punzante, insoportable, hasta que sus piernas ceden y cae de rodillas.

    El olor a carne quemada se adueña de sus fosas nasales mientras su cuerpo, agónico y roto, se convulsiona. Los huesos se quiebran y la columna se parte con un crujido seco, revelando su verdadera naturaleza demoníaca: un par de alas negras, desgarradas por el paso del tiempo, emergen de su espalda, empapadas en brea y vapor. El infierno lo reconoce como su príncipe, y él lo acepta como su reino.

    Es su hogar. Su condena. Su origen.

    Entonces la escucha por primera vez en mucho tiempo. Una voz femenina, aterciopelada y cruel, que se cuela por su carne ennegrecida y se adhiere a su piel como ceniza caliente.

    Astariel... —la voz de su madre se eleva como un eco. — Has vuelto, hijo mío...

    No grita. No puede. Es una sentencia.
    Le pertenece. Ha sido suyo desde siempre.

    泉锐 𝕬𝖘𝖙𝖆𝖗𝖎𝖊𝖑

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