Me llevabas nueve años
y parecía que lo sabías todo.
Me enseñaste a dibujar,
a perderme en una pantalla,
a escuchar música como si el mundo
se detuviera en una canción.
Papá y mamá me enseñaron a cuidarme de extraños, pero vos no eras uno para mí.
Jugábamos.
O eso creía yo.
A veces tu risa disfrazaba sombra,
y yo, inocente, no sabía que el dolor
podía esconderse en algo que parecía cariño.
Mi infancia quedó atrapada entre tus manos
y la moldeaste a tu manera,
quebrando piezas que, a día de hoy,
no sé cómo recomponer.
A los catorce intentaste volver,
pero ya no encontraste a esa nena
que te creía todo.
Encontraste a alguien que ya sabía,
que recordaba,
y que no iba a dejarte entrar.
A los dieciséis hablé.
Vos negaste cada palabra,
te envolviste en la máscara
de quien “me quería”,
y mi verdad quedó atrapada
entre tu voz y la mía.
Por el peso de la sangre,
callé donde debía gritar;
y aunque no hubo sentencia,
la herida siguió dictando su propio castigo.
La disculpa nunca llegó.
La luz que te faltó —esa misma que me robaste—
es la única que todavía te deseo.
Porque una parte de mí quedó en penumbra para siempre,
arrancada por una de las personas
que más quise en esta vida
y que jamás pensé que iba a lastimarme.
Y vivo con la culpa
que me hicieron cargar
por “romper lo que éramos”.
Mi adolescencia arruinada,
nunca la llegué a sanar.
Hace ocho años decidí
no volver a cruzar tu sombra.
Porque entendí que nadie que pudiera quererme hubiera elegido lastimarme así.
Desde entonces vivo lejos de ella
como quien huye del incendio,
aunque aún lleve el humo en los pulmones.
Te veo en imágenes que comparten,
sonriendo ante todos como un rey,
como a quien no le pesa su corona.
Pero yo sé bien el detrás de escena;
tu corona está bañada en sangre, mi sangre.
Me excluí de lugares donde debería estar
por el simple hecho de no verte más.
Qué injusto es hacer las cosas bien
cuando el otro hace todo mal.
Pero de tantos aprendizajes que me dejaron
los malos años que me hiciste pasar,
a pesar de todo, te agradezco —
porque entendí que hay lazos de sangre
que no valen la pena recuperar.
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