Algo apurada, como de costumbre, me dispuse a ingresar por la antigua puerta de madera; a primera vista no la imaginaba tan pesada, tampoco que exigiría un gran esfuerzo, pero a cada paso fue requiriendo cada vez más de mí, que terminé utilizando el cuerpo entero para abrirla. Como si de algo más que una puerta se tratara. Al instante en que entré, con un gran estruendo se cerró, una vibración movilizó el aire y algo un poco mi alma. Resoplé y exhalé por el cansancio, luego le di una caricia marcando la victoria. Pasada mi contemplación ante aquella madera oscura y vieja, volteé hacia el salón. En un llamativo contraste atemporal, la puerta era la contra-cara de un salón enorme, moderno, con algunas cuantas mesas de diseño deshabitadas.
Todas estaban iluminadas dispuestas a recibir gente, el suelo blanco, reluciente, se adecuaba al tono claro que rondaba en el ambiente, únicamente contrastado por las referencias al café constantes. En el centro, un piano se había robado mi atención, blanco, con un perlado reluciente, reposaba ubicado en un altar frente a la puerta. Caminé con cuidado, mientras seguía inspeccionado de a poco aquel pintoresco lugar, mientras volvía constantemente hasta aquel instrumento.
Fui notando en mi caminata, que los ventanales y los vidrios inundaban los espacios, se desplegaban en posiciones curiosas, dejando a los ausentes comensales, una visión privilegiada sobre toda alma que recorriese la avenida. No recordaba haber notado estas ventanas desde afuera, únicamente recordaba un logo iluminado, con una taza negra acomodada entre las nubes que se formaban con su misma espuma. Paralelamente al ventanal, la pared contraria estaba cubierta por espejos, dispuestos en posiciones raras que no daban con mi paso.
Aquello me resultó curioso, y fue el único motivo que irrumpió mi acercamiento al piano. Uno de los espejos parecía reflejar el suelo, como si se preocupara por los zapatos. Me acerqué hasta él, tuve que agacharme un poco como si fuese una niña. Cuando quise acomodarlo, entendí rápidamente que no sería un tema de enfoque, y que no había nada que corregir. Me agaché de nuevo, me doblé cómo pude queriendo ver qué es lo que mostraría; y en ése instante, algo me descolocó violentamente, trastabillé con la silla que tenía por detrás, me hizo correr hacia otro espejo, bastante más alto donde tenía que estirar el cuello. Tampoco fue solución. Fui probando todos y cada uno de ellos, con todas y cada una de mis versiones, buscando algo que pudiese calmarme, pero ninguno lo lograba. Todos y cada uno de ellos fueron sumando ansiedad, nervios, desesperación e incertidumbre; ni siquiera parecían funcionar como los que siempre utilicé, la luz los golpeaba y rebotaba de extrañas formas, a cada vez que los cruzaba, a cada vez que tocaban las paredes, incluso el suelo o el techo en donde reposaban las arañas. Todos y cada uno de los espejos; mostraban exactamente lo mismo…
- Lucía, cómo estás? Te estaba esperando. Ya está listo el café, sentate.
Mencionó el viejo señalando una mesita desde el taburete que se encontraba junto al piano. Luego, arrastró sus dedos produciendo notas desagradables, dolorosas, que hacían quejar a mis oídos, recordándoles con vergüenza nuestros primeros pasos. Cuando el hombre hizo sonar la última nota, todos y cada uno de los cristales en aquella sala se estremecieron.
- Nunca aprendí a tocar, no es lo mío; te pido perdón por el atrevimiento. - agregó.- Los espejos, ja! Si te preguntás qué es lo que están mostrando; mmm creo que vos lo sabés más que yo. Pero podemos discutirlo. Perdón si te molesta un poco cómo es que están dispuestos, nunca sé por dónde llegan los invitados.
- Invitados?
No sé si aquello salió de mi boca, o tan solo desbordó mis pensamientos y el viejo pudo descifrarlo.
- Invitados, sí, Lucía. No cualquiera viene por acá. No es tan fácil. Pero vení, hablemos más de cerca.
Se bajó del taburete y se fue acomodando en la mesita, vestido de un traje blanco que se mimetizaba con su barba, robusto, prolijo. Se acomodaba la corbata mientras me miraba constantemente, siempre seguro, siempre sonriente. Transmitía lo contrario a los espejos, verlo incluso me había ubicado nuevamente en el suelo, con la misma admiración con la que entré.
Mis ojos, que habían reposado con un amor desmesurado en aquel piano, ahora solo podían verlo a él, solo podían acariciarlo mientras los iba entrecerrando de a poquito, para dejar protagonismo al olor del café recién hecho, que se elevaba entre la bruma de la mañana que comenzaba a abrazarnos. Y era tan preciosa la imagen de los tragaluces irrumpiendo la bruma, aquellos que ingresaban por las grandes ventanas, dibujando rayos dorados lo suficientemente maravillosos, como para que no estuviese cuestionándome la escena. Sino que me iría perdiendo en ella, en sus colores, en sus tactos, el la textura entrecortada con pensadas irregularidades simétricas, con las que se decoraba el mantel.
Acomodé el doblez de mi vestido, me senté prolijamente por delante; y en ese instante lo confirmé, acá, por algún motivo no servían las palabras, ni siquiera podía obligarme a pronunciarlas, y aquello más que provocarme desesperación, fue forzando mi versión más creativa. Los sueños, Lucía, mientras comía el pan recién salido del horno, aquella frase se materializó en mi cabeza. Qué tienen los sueños? Pensé, y creí que aquella sería la forma de comunicarnos a partir de ahora.
La bruma, que ahora partía del humo de mi taza, se fue acumulando a mi alrededor, me fue envolviendo, nos fue abrazando a ambos, mientras jugaba con la mezcla, fue haciéndonos confluir en una única unidad y homogénea que no podría bien diferenciarse. Quién era yo, quién era él, qué es lo que quiero?
El piano empezó a decorar con melodías, con susurros, comencé a pensar que estaría hablándome. A cada nota, las luces que se proyectaban incandescentes entre lo denso de la neblina, titilaban a tempo. De pronto, las partituras me resultaron conocidas, mis ojos se fueron adecuando a no ver nada, empezaron a lagrimear con los recuerdos proyectados en medio de estas nubes. Para quién había sido esa canción? Me pregunté; me respondí solamente con la evocación del amor, con un concepto tan puro que formó un pequeño corazoncito en la bruma más chiquita, que jugaba a ser la nube por sobre las galletitas en la mesa. Aquella otra, necesariamente trajo el olor a la comida de mi vieja, algunas que sonaron después, recitaron noches de melancolía, de introspección, de alcoholes que se sintieron en el paladar, de ardores que recorrieron mi piel, de vibraciones que se replicaron en las tazas, que a pesar de no poder verlas, las sentía en las manos. Quemaban, helaban; paradójicamente al mismo tiempo. Pude divisar el color del café, contrastando en encandilar que traía la blancura. Un impulso primitivo, tan privado como el pensar, quiso hacerme hundir las uñas en él; al instante preciso en que llegué a tocarlo, éste se disolvió en el aire, se mimetizó en las nubles destiñendose en marrones cada vez más claros, que se perdían en remolinos.
- Los espejos, Lucía.
El viejo habló y la claridad nos arrebató el ambiente. Apenas pronunció aquellas palabras, toda bruma, toda magia, todo confluir de humanidad se disolvió.
- Reflejan tus deseos más profundos. - agregó.
Luego comenzó a limpiarse los labios y la barba con un trapo que fue manchando poco a poco.
- No entiendo, en ninguno de los espejos pude ver algo en verdad. Todos me atravesaban, me ignoraban, me pasaban por al lado sin siquiera disculparse.
- No creo que hayas elegido el correcto. Por lo menos lo intentamos, fue un gusto, de verdad.
Perpleja, vi como extendió su mano, tomó la mía, besó tibiamente la cara externa de la misma. Se acomodó sus ropas, se levantó con delicadeza y se fue caminando hacia lo que supongo sería la cocina. No sin antes reparar, en la maravilla del centro, en donde se frenó repentinamente, sacó un paño del bolsillo de su saco, y un pequeño recipiente que se ocultaba a simple vista.
Alzó la tapa armónica lentamente, la fijó en su soporte, echó algún líquido que contenía el recipiente. Con énfasis, frotó el trapo unos segundos, una vez satisfecho, dejó aquella tapa levantada, se bajó del altar cuidadosamente y con el pie le dio un sutil empujoncito.
El piano, comenzó a rotar en círculo unos cuantos grados, hasta el punto en que aquella tapa armónica quedó exactamente al frente de donde me encontraba yo sentada.
Luego de contemplar, sin entender mucho aquel acto, me dispuse a salir. Corrí lentamente la silla de la mesa, fui parándome de a poquito, y una vez recobrada mi endereza aquella tapa y yo nos conocimos.
Nos vimos de frente, de un blanco profundo pulido a punto espejo; en ese instante como una revelación, noté que fue el primero y único de todos ellos, que supo retratarme por completo.
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