El peso de la piel

El espejo me devuelve un hombre hueco,

un fantasma con piel desgastada,

con los ojos hinchados de culpa y fiebre.

Tengo 37 años y una panza de hambre,

pero no sé si de comida o de vacío.

El agua en mi rostro no me limpia,

es un bautismo fallido,

un río que no arrastra la mugre ni el asco.

Detrás de la puerta, la vida me espera

con su traje gris de cifras y sonrisas fingidas.

Pero aquí adentro, en este cubículo de azulejos fríos,

soy solo yo y mi cuerpo traicionero.

El deseo no es un incendio,

es una máquina oxidada que sigue girando.

Un engranaje hambriento,

una compulsión con filo de cuchillo.

Mi mano se mueve sin voluntad,

como un autómata,

como una plegaria vacía.

Laura, Mariana, Carla…

nombres que son sólo ecos,

sombras que no me ven ni me tocan.

Las arrastro en mi cabeza

como cuerpos en un río negro,

los visto de encaje,

los desnudo con la urgencia de un adicto.

Pero no hay placer,

sólo un respiro ahogado antes de la vergüenza.

En casa me deslizo en la coreografía del hombre decente.

“Comí en la oficina”, miento.

“Estoy cansado”, sonrío.

Ella duerme y yo me encierro,

repitiendo el ritual en la penumbra,

hasta que la piel se vuelve un mapa de grietas,

hasta que la carne grita,

hasta que me vacío de algo más que semen.

Y aún así, no me lleno.

Nunca me lleno.

Los nombres se desgastan,

las imágenes cambian,

el deseo se tuerce como una raíz enferma.

Una boca de hombre se abre en mi mente,

un torso firme, un corset apretando la carne.

El asco y el ansia se mezclan en mi lengua mordida,

y sigo, sigo, sigo,

hasta que el espejo me devuelve

una forma que ya no reconozco.

Afuera, la gente camina,

los autos tocan bocina,

las luces parpadean como ojos insomnes.

Pero aquí adentro,

todo se detiene.

Y por un instante,

solo por un instante,

no quiero nada.

Ni hambre, ni deseo, ni alivio.

Solo quiero existir sin sentirme tan roto.