desahogado el celeste que corona la esfera del día, el aire se vuelve un tibio murmullo que acaricia la piel y deja una sed dulce en la lengua. cada recuerdo del patio de mi abuela llega teñido de un verano perpetuo, como si el sol hubiera decidido hospedarse en mis ojos. soy criatura de lo soleado, y lo confirmo cuando tu presencia caldea hasta mis sombras.
flores desbordadas: una pared entera rendida ante las bugambilias fucsia, que derraman brácteas encendidas sobre el concreto agrietado como un minucioso incendio rosado. al otro lado, el jazmín erguido, árbol-perfumero cuya fragancia se cuece en el aire y trastoca la respiración; tentación absoluta para las manos pequeñas que desean guardar un pedacito de aroma. y luego: el arbusto testarudo que solo ofrece una rosa, una sola, y, por capricho divino, también es rosa. frutas: un limonero obstinado en su verde de mayólica, como si la madurez le pareciera una traición. más al fondo, los cinco mangos: columnas redondas que sueltan frutos como asteroides cuando el viento se enfurece; en la cabeza sí que duelen.
una fuente vieja, seca hasta la médula, que solo revive a manguerazos como un animal sediento. y criaturas por doquier: iguanas gordas que hacían brincar a mi abuela, urracas que la empujaban a aplaudir con la fuerza torpe del espanto. ese edén, hundido hace años bajo la tierra de mi memoria huidiza, dormía sin pronunciarse. mi infancia, siempre hecha de grietas, no supo conservarlo.
¿y a qué viene todo esto? a ti.
a la forma en que tus manos, sin herramienta ni hoja, remueven la tierra más honda de mi pecho. tú, excavadora de ternura, encontraste el tesoro que yo mismo abandoné. tu cariño resucita al niño que fui, ese que corre descalzo hacia el huerto que lo llama con campanadas.
si la vida admite metáforas, tú eres mi jardín. porque aquel patio nunca fue mío, pero tú te dejas habitar. marcado quedas por este amor que riega lo que siembras: naranjas que pellizcan la luz, mandarinas con olor a risa, sandías abriendo sus rojos, granadas de jugo granate, mangos tibios, ciruelas que parecen lunas aplastadas por el verano, flores amarillas donde duermen caracolitos, cigarras que quiebran el aire con su canto, insectos diminutos que aguardan a que me los nombres.
quiero quedarme en ti como quien elige un clima, una estación, un hogar. así que imploro, con la sinceridad de quien por fin encontró una casita, que me permitas pasar mis días en ti. porque esta felicidad que engendras supera, con ridícula amplitud, la que sentí en el patio de mi abuela.
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