Quién sabe qué ideas sobre la conveniencia económica de dividir nuevamente en dos —después del trazado de la plaza que lleva el nombre de El Restaurador— habrá argüido el agrimensor que dibujó la planificación que dio lugar a la existencia del pasillo. De mi pasillo.
Su olor y apariencia son de otra época. La primera impresión al visitarlo es la de que allí el tiempo se congeló, preservando la misma estética de cuando yo era niño allá por mediados de los años noventa. La estética de la calle, de la manzana —e incluso la de la ciudad por completo— ha cambiado desde que fui niño, aunque no ha sido así con la del pasillo.
Lo percibí siempre como un lugar misterioso y poco concurrido, con algunas pocas vagas evocaciones infantiles de mi abuela materna sentándose allí por la tarde y hablando con alguno de los vecinos.
El simple hecho de atravesar el pasillo caminando —ni digamos además entablar una conversación en lo que dura el viaje— delatan fácilmente la presencia frente a los vecinos. Jugar en él sin ser destinatario de los retos de alguno de los lindantes era una ardua tarea, y su disposición ideal para un fútbol de arco a arco que impedía a la pelota irse por los costados extrañamente podía ser aprovechada por nosotros cuando pequeños.
Sólo unos pocos vecinos, ya avanzados en edad y cuya fisonomía familiar ha variado poco en los últimos 20 años —a excepción de un fallecido y una separación tardía después de más de cuarenta años de pareja— configuran la población del pasillo. Claramente nuestra casa ha sido el único lugar que, durante ese mismo período, ha sufrido la mayor cantidad de transformaciones demográficas. Así, de 8 que llegamos a ser allá a inicios de los 90, hoy sólo quedamos tres. Arriesgo, incluso, a asegurar que fue la única vivienda que contó con una gran variación de mascotas en el transcurso de todo este período.
Mi habitación siempre dio al pasillo. La ventana otorga una visión amplia del mismo, aunque desde esta posición no se lo puede escudriñar en su totalidad. Una vista de nido de pájaro hacia el pasillo siempre me fue deseable, aunque dado su casi nulo tránsito se me hace difícil precisar el porqué de este anhelo.
De día el pasillo es más hospitalario, más agradable. Pueden apreciarse en todo su esplendor la amplia gama de verdes que la vegetación de las casas circundantes regala a la vista de los transeúntes y de aquellos que, como yo, tenemos una vista general del espacio. Transitando por él mientras el sol irradia, pueden llegar a apreciarse un par de garabateados y malogrados graffitis, no llevados a término posiblemente por haber sido descubierto el artista antes de culminar con su obra. En la penumbra, la pobre iluminación de la única lámpara pública en vista —cuya estructura es frecuentemente destinataria de los nidos de barro de los horneros— dibuja curiosas sombras que, junto a los enaltecidos ruidos audibles gracias a su peculiar acústica, harían dudar sobre ocultas presencias hasta al espíritu más escéptico.
Ciertos dispositivos de seguridad, algunos de ellos rústicos y caseros, han sido implementados por los vecinos contiguos al pasillo. Los hay en forma de cercas y verjas con variaciones en estructura, color y disposición —algunas de ellas con superficies puntiagudas en su cima—, vidrios quebrados adheridos al tope de muros exteriores. El caso más llamativo lo representa un curioso dispositivo con alambres de púas vagamente estructurado, inclinado a unos 45 grados hacia afuera en tope de un alto muro —el cual resulta reminiscente de una trinchera militar o de una zona de máxima seguridad— y busca impedir bajo todos los medios la escalada del muro hacia un patio interno.
Muchas veces me pregunto, a raíz de lo estable e invariante del pasillo a lo largo del tiempo, si las personas que allí habitan transitarán sus vidas de análogo modo. Incluso si realmente serán felices bajo esa indiferencia frente a los eventos externos. Se me presenta una idea, de forma intermitente, que me lleva a dudar si en sus pensamientos no desearían salir de ese pasillo que les percibo como una especie de cárcel intemporal, en la que están penados a subsistir en un estado de neutralidad hasta el fin de sus días.
Exceptuando el advenimiento de nuevas generaciones que hagan de su morada las casas que dan al pasillo, apuesto a que en los años venideros todo transcurrirá de forma similar hasta que, mientras uno a uno los originarios vayan sucumbiendo frente al pasar de los años hasta que la segunda generación y posteriores —o algunos extranjeros al barrio, quizás— comiencen a ocupar, dentro de un tiempo más, todos esos lugares vacíos.
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