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El paredón de hierro

Sep 18, 2024

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El paredón de hierro
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La humedad brotaba desde el pavimento, iluminada intensamente por las luces de la vereda. Quedaban charcos esparcidos en los rincones. Los pozos de la calle parecían lagunas negras, de las que podrían saltar monstruos escamosos con lenguas trenzadas. De ojos profundos, color plata. Los vestigios de la lluvia se reflejaban en el cielo, que continuaba atestado de nubes grises. Encerrando los edificios, podía apreciarse un paredón alto y robusto. Su anchura, que como un glaciar, atravesarlo se pensaba imposible. Era liso y helado, como el caño de una casa antigua; se veía pesado, macizo. Mas allá de sus límites, solo se permitía imaginar un mundo inmenso y extrañado. Tan natural, seco y ventoso como un desierto atravesando África. Pero esa ciudad enjaulada no podría estar más lejos. No podría ser más distinta. La llanura de su suelo dejaba en evidencia que, aunque el régimen hubiera levantado esa muralla para condenar a todos sus habitantes a una vida aprisionada, era parte indiscutible de la Ciudad de Buenos Aires.

La crisis social y económica, en que habían derivado décadas de estragos y desinformación, habían provocado que las masas apagaran los televisores y tomaran las armas. La pandemia solo había profundizado la brecha entre Recoleta y Mataderos. Las personas ya no se conformaban con ayudas y caridades, lejos de pedir migajas, querían oportunidades. Habían sido dos semanas duras, en las que el calor del fuego había tomado edificios enteros. La Casa Rosada se había carbonizado y el Congreso reducido a escombros. Todas las instituciones de gobierno se habían trasladado a la provincia, y aunque la muralla no coincidía con la General Paz, había separado a las clases pudientes en su propia burbuja y muy pocos barrios habían quedado por fuera de ella. Solo los que eran fácilmente comparables con el conurbano y, a su vez, más armoniosamente integrables al resto del país. La nostalgia del Tango y la neblina ventosa del Río de La Plata habían quedado encerradas en una jaula de hierro. La junta improvisada que se impuso en la ciudad fantasma transformó el lugar en un juego de guerra. El cementerio de la Chacarita era campo minado de nuevos muertos. Ya no había espacio para enterrarlos, así que solo yacían inertes sobre el pasto alto y descuidado. En los pasillos de las tumbas y los mausoleos. El olor a podredumbre y los gases eran parte del aire que los habitantes y animales respiraban a diario. Era insoportable, tanto que todo lo que volaba ya se había marchado. Aeroparque estaba derrumbado. Los aviones se habían ido para siempre, y los pocos con algo de suerte, acampaban en Ezeiza. Que ya se consideraba un mundo aparte. La parte correcta del mundo. 

En la ciudad de la muerte había brotado un nuevo virus. Como zombis había dejado a sus víctimas, cuyas extremidades se habían caído desechas como brea gangrenada. Los ojos se caían en los platos cuando comían, y muchas veces iban a parar a sus propios estómagos. Sus órganos se movían libremente dentro de sus cuerpos, sin soporte alguno, sus huesos y músculos ya no servían para caminar. Se habían acostumbrado a arrastrarse, erguirse era un privilegio. La belleza ya no tenía estereotipos. No había forma de compararse, todos eran en ese punto una masa deforme de gelatina mucosa. Al igual que los ojos, perdían los dientes. Los escupían con sangre y flema al enjuagarse la boca. Al despertarse de un sueño o al partirse la mandíbula contra los azulejos del baño, desestabilizados por sus extremidades traicioneras, cuando aún las tenían. Sus lenguas estaban secas, muchas veces se deshacían como polvo de ladrillo sobre la comida. Las paredes y los pisos estaban cubiertos en su totalidad por estelas de sangre seca, que dejaban al arrastrarse. Las toallas y sabanas la conservaban aún fresca, reteniendo la humedad en sus tejidos. Ya no podían limpiarse los oídos, por no tener brazos o no poder maniobrar bien los objetos que agarraban, así que además de la ceguera, el pueblo se había quedado sordo. Las mascotas habían muerto todas y cada una. Sin la posibilidad de hablar, había muerto el idioma y su cultura. El aburrimiento se reflejaba en un silencio pesado, parco. Ya nadie gemía o lloraba. Hace meses que no se oían gritos. Cada uno se encontraba encerrado en su propio terror, sufriendo su propio infortunio. Ya no había qué compartir, de quién preocuparse. Se velaba por uno mismo, como se pudiese. De poderse. Sin motricidad suficiente, no podían ni suicidarse. Caían como moscas, despacio, impredeciblemente despacio. Lo sentían como una tortura interminable de la que nadie más que ellos sabia nada. Por terror a lo que allí ocurría y a ese virus, los de afuera habían creado una barrera aislante. Un domo como límite para el sacrificio. Uno necesario para la continuidad de la especie. Unos cuantos morirían, pero la Argentina seguiría de pie. Se habían sobrepasado muchas pandemias, esta era solo una pequeña más. Y hasta que el último insecto estuviera descompuesto en la tierra húmeda, recién entonces los cubrirían por completo. Dejarían la llanura y el río enterrados en su nostalgia. Los faroles y los tangos, como la Atlántida, serían solo parte del folklore. Un mito que brotaría en algún libro considerado dudoso, una fantasía para el próximo siglo. Una especie de biblia con tan solo un apocalipsis. Tan solo una fétida historia narrada por un perturbado. Quien se atribuya su autoría, seguro iría preso. El mundo se dividiría en antes y después del paredón de hierro. Como una frontera que separaría la decencia y lo vulgar, la vida que muere y la muerte vivida. Un gran cementerio inédito, en descomposición constante y progresiva. La culminación de criaturas que ya no eran humanas, pero aún conscientes para ser otra cosa. Sería motivo seguro de futuras guerras y conquistas. De nuevas formas de gobierno y corrientes económicas. De estructuras sociales muy disimiles, y distintas a las conocidas. Daría lugar a variadas discusiones, todas igual de violentas. Habría por seguro un nuevo orden establecido. Uno que no tardaría mucho más que otros pares de siglos en terminar en derrumbarse. Y todo a causa de la enjaulada ciudad maldita. Consumida, negra y húmeda, sorda, ciega y silenciosa. Como un gusano de basura. Con la acidez de una babosa. Devorada lentamente por la gangrena putrefacta a la que se había reducido la muy querida y distinguida Buenos Aires.

Eliana Marina

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