No vuelvas. Eso es lo que digo. No quiero que vuelvas. Y como no puedo hacer nada más, voy a volcar esta frustración porque no me queda absolutamente nada. No sé exactamente qué quiero. A veces pienso que esto que tuvimos podría encontrarlo en cualquier otra mujer. No eras tan distinta. Y sin embargo sigo sintiéndome mal, a pesar de todo lo que he cambiado, a pesar de todo el esfuerzo. Me hiciste tanto daño. Me arrancaste pedazos que ni sabía que tenía. Y aún así, me cuesta aceptar que esto se terminó.
Nunca te di las facilidades que ahora tú me das: compararme. Me comparas con tantas otras. Dices que fui la que más habías amado, pero hablabas de las demás como si siguieran vivas en ti. Como si yo tuviera que convivir con sus fantasmas. ¿Por qué lo hacías? Si yo era quien más te importaba, ¿por qué me hacías sentir tan reemplazable?
¿A quién extrañas ahora? ¿A quién le cantas? ¿Le cantas al recuerdo, a la tristeza misma, o a alguien más? Probablemente no tenga nada que ver conmigo. Probablemente te guste estar melancólica solo por el hecho de estarlo. Y yo aquí, pensando si tu tristeza tiene siquiera mi nombre manchado por alguna parte.
Sueño. Sueño demasiado. Y al mismo tiempo siento que ya no sueño. Si la vida está hecha de coincidencias y solo éramos dos adolescentes cruzándose en una ciudad absurda, entonces no tenía por qué haberte conocido. No tenía por qué haber pisado esa ciudad. No tenía por qué haber sido yo.
Perdóname si me embriago en la nostalgia cuando te sueño. Perdóname si esto es solo un pequeño desliz. Estoy bien. Realmente lo estoy. Solo que me estoy reacomodando. Volveré a estar bien. Me lo repito una y otra vez. Lo estaré porque no me queda otra opción.
Es inútil quejarme. Porque cuando pienso con la cabeza, tengo todas las razones del mundo para haberme ido. Todas. Pero también tengo un corazón. Y ese corazón todavía está aquí, temblando. Todavía es débil.
Sé que has cambiado. Y la que vi en mi sueño ya no eras tú. Me acuerdo de que dijiste que te cortabas el cabello para no asociarlo con las etapas de tu vida que querías dejar atrás. Pero en mi sueño te vi posando en el espejo con un nuevo cárdigan, recién comprado. Siempre te comprabas ropa nueva, siempre pedías cosas por internet. Te encantaba. Y yo estaba ahí, en tercera persona, mirándome a mí misma mirarte. Mirándote embobada como si fueses la Luna misma, como si estuviera frente a algo sagrado y absurdo a la vez.
Quise golpearme. Quise sacudirme. No entendía por qué te miraba así. Por qué seguía ahí parada. Y entonces tú te acercaste. Me sonreíste y me preguntaste si te veías linda.
Como si nada.
Como si nada hubiera pasado.
Perdóname por invocar siempre la lengua del vino y las mareas cuando hablo de ti. Sé que tu estómago se revuelve si te intuyo en un pedestal, sé que resoplas de fastidio cada vez que la palabra ''ideal'' roza tu nombre. Aun así, mi única herramienta son estas letras que se desbordan sin permiso. No pretendo convertirte en estatua ni en reliquia, solo deseo describir lo que vi, lo que veo y lo que, incluso cuando cierre los ojos, seguirá saltando como una chispa en la penumbra de mi memoria.
Hubo una época en la que me creí poeta. Pronunciaba tu nombre con una solemnidad casi infantil y me vestía con metáforas como quien se coloca un abrigo demasiado grande. Hoy trato de ser más honesta. No reniego de la poesía, apenas la contengo. Porque tú, sin quererlo, eres una constelación y no basta la prosa desnuda para nombrar cada estrella que llevas prendida en la piel.
Empiezo por tu rostro. Aún recuerdo la primera vez que vi la curva delicada de tus mejillas, el ligero rubor que ascendía cuando alguien te sorprendía mirándote al espejo en mi sueño. He dicho mil veces que tu piel se parece a la nieve. No solo por el color, sino por esa ambivalencia de ternura y filo. La nieve puede caer ligera sobre la palma, derretirse en un suspiro y dejar un recuerdo casi tímido de humedad. Pero la misma nieve, cuando se endurece, puede lacerar. Hay en ti esa dualidad: puedes ser caricia o herida. Y quizá no hagas daño por gusto, quizá simplemente reclames el derecho a existir sin intrusos, tal como la nieve ocupa el paisaje sin pedir opinión a los árboles ni a los caminos.
Tus ojos, negros, han sido tema de conversación en terrazas humeantes y en pasillos donde la tarde se queda a escuchar. Son rasgados, sí, tanto que la ignorancia ajena te cataloga sin miramientos como asiática, china, un adjetivo fácil que pretende explicar un universo en una sola sílaba. Esa simplicidad no les hace justicia. He visto esos ojos bajo la luz naranja de un farol en mis sueños, he visto cómo se encendían cuando algo te hacía reír, he visto cómo se apagaban cuando la nostalgia te rozaba la nuca. A veces, cuando pestañeas, las pestañas se hunden dentro del párpado como criaturas tímidas que temen la intemperie. Allí dentro, en ese refugio mínimo, resguardan un brillo que solo se revela cuando te permites confiar. Entonces tu mirada se torna densa, como café recién colado a las cuatro de la madrugada, la hora en que todas las promesas son sinceras y todas las excusas se evaporan. Hay veces en que tu pupila recuerda a la superficie de un lago silencioso; sobre él, la luna vierte su reflejo y los cisnes flotan sin osar romper la paz. He comparado tu mirada con muchos paisajes y ninguno le hace justicia porque, en el fondo, no miras hacia afuera, más bien absorbes. Eres dos agujeros negros que no destruyen sino magnetizan; todo lo que cae en ti se vuelve secreto, todo lo que callas se transforma en materia oscura que solo revela su existencia por la fuerza con que nos arrastra.
Tu cabello ha sido un país con muchas estaciones. Me contaste que lo cortas para desprender recuerdos, como quien tala un árbol enfermo y espera que el tronco renazca. Has pasado por largos torrenciales, por mechas que desafiaban al viento, por cortes mínimos que dejaban tu nuca expuesta a los milagros del frío. Cada vez que la tijera se acerca a tu cabeza declaras que una vida vieja se detiene y comienza otra. Imagino cómo los mechones caen sobre el suelo de la peluquería y sigo creyendo que allí, entre rizos y hebras, quedan atrapadas batallas que nadie más comprenderá. Yo era una espectadora torpe, incapaz de saber qué versión de ti nacería después. Y cada vez, cuando tu reflejo aparecía en el espejo, sonreías con la curiosidad de quien se reencuentra con una hermana perdida. Era un ritual de iniciación contigo misma.
Tus manos poseen un lenguaje que ni tú misma traduces. No son delicadas de museo, tienen callos leves en la base de los dedos, la huella de algún instrumento (tu guitarra seguro), la secuela de una noche demasiado larga sujetando una taza ardiente. Ciertas veces, cuando las apoyas sobre la mesa, las entrelazas sin darte cuenta, como si sostuvieras un secreto que no debe caerse. Otras veces las lanzas al aire con vehemencia, diseñando arabescos para subrayar una idea; uno podría estudiar coreografía solo con observar tus manos defender un argumento. Recuerdo haberlas sentido frías en mi sueño, recuerdo haberlas sentido ardientes. Esas manos han escrito despedidas que jamás enviaste, han borrado mensajes antes de presionar ''enviar''. Han temblado de ira frente a la impotencia, han temblado de ternura al rozar el lomo de un gato callejero.
Perdóname si vuelvo a excavar en tu imagen con la obstinación de quien rebusca un fósil luminoso al fondo de una caverna salpicada de sombras antiguas. Tu cabello, color de chocolate disuelto en leche tibia, arrastraba consigo la crónica entera de tus contiendas privadas contra químicos, tintes y decoloraciones; cada hebra parecía llevar los ecos de un juramento no pronunciado y el runrún de un secador que nunca reposaba. Tú asegurabas que estaba maltratado, que el brillo se había quedado atrapado en la primera botella de peróxido, sin embargo yo me empeñaba en cartografiar ese territorio rojizo–amarronado como se mapea un archipiélago recién descubierto. El marrón de tus mechones no era un solo color sino un abanico secretamente desplegado: a veces ocre como la pulpa de un damasco abierto al sol, a veces cobrizo como cáscara de avellana tostada, a veces castaño oscuro con destellos de café espresso recogiendo las últimas brasas de la madrugada. Cuando la lámpara del amanecer derramaba su oro tímido sobre la almohada, el pelo susurraba mechas de caramelo hiladas por manos invisibles; cuando la tarde se desvanecía y solo quedaba la penumbra temblorosa de un cuarto sin música, tu melena adoptaba el olor y el color de una viga de madera envejecida, impregnada de humo y lluvia remota. Dirías que todo ese catálogo de tonos era apenas un accidente, yo seguiría creyendo que tu cabello contenía un calendario secreto, una constelación de estaciones diminutas girando en silencio alrededor de tu nuca.
Lo llamabas terreno indomable y reías mientras advertías que ningún peine volvía de esa jungla con todas sus púas intactas; yo veía, más que desorden, la vibración rebelde de un latido que te crecía desde las raíces y se escapaba por las puntas, incapaz de arrodillarse ante la disciplina de las hebras dóciles. El cerquillo te cubría la frente con la determinación de un toldo que protege un códice sagrado, como si bajo esa cortina se escondieran los planos de una ciudad todavía sin nombre. Observaba cómo ese flequillo trazaba la frontera perfecta entre la luz y tu piel, perfilando la curva suave de las cejas y el relieve casi imperceptible del hueso frontal. En los gestos minúsculos encontraba espectáculos enteros: una hebra en desacuerdo que se plegaba sobre el puente de tu nariz, el chasquido leve con que levantabas la mano para apartarla sin interrumpir la conversación, la sacudida despreocupada que devolvía cada mechón a su órbita. Resultaba curioso que esos movimientos, tan invisibles para el mundo apresurado, se convirtieran para mí en un cine ilimitado, la proyección íntima de una película que nadie más tenía permiso de ver. Y en cada pase, el telón de tu flequillo revelaba o velaba tus pensamientos como si obedeciera a un director riguroso que modulaba la intimidad fotograma a fotograma.
Se que en el espejo donde te enfrentabas cada mañana se cuentan historias menos benévolas: allí se delataban las puntas abiertas que la luz indiscreta del mediodía subrayaba sin pudor, allí aparecían granos esporádicos, un lunar tímido, el pequeño relieve de un poro testarudo; tu rostro era territorio donde la claridad firmaba treguas difíciles con la vanidad. Yo miraba todos esos detalles con la fascinación con que se estudia la textura de una corteza milenaria, convencida de que cada imperfección añadía una nota de veracidad necesaria para que la sinfonía no se convirtiera en una maqueta. Pensaba en tus dientes, aquellos dientes que llamabas salidos como si fueran prisioneros de un caracol infantil, y me parecían la grieta justa que hace respirable una estatua de mármol. Yo también contaba con mis propios desajustes: cicatrices que se negaban a dormirse, lunares que escribían constelaciones sin permiso, miedos cosidos a contramano en la tela de la piel. Quizá por eso podía quedarme mirándote toda la noche, porque tu colección de fallas hablaba el mismo dialecto íntimo que hablaban las mías, y esa comunidad de defectos erigía un puente imposible de derribar. A veces imaginaba que abandonabas tu cuerpo, que te observabas desde afuera y descubrías el mismo asombro, la misma ternura inagotable, con la que yo te imaginaba cada día.
Anhelo tu voz como quien ansía el rumor palpitante de un río al otro lado de un bosque espeso; quisiera escucharla mecer mis horas hasta que el sueño cayera sobre mis párpados con el peso dulce de un gato adormecido. Fantaseo con que me escuches sin la balanza de los juicios y que tus palabras me rodeen como un arroyo manso y tibio, un arrullo que no reclama pasaporte para cruzar fronteras. Entro en el sueño y, lejos de la vigilia que nos cobra peajes de cuentas pendientes, te veo sentarte conmigo a conversar sobre nada con la entrega radical de quien defiende un jardín único. Cada carcajada se expande en círculos, desafía la geometría de la habitación y alza un palacio de aire donde las dos somos reinas desterradas y felices. Podrían afuera levantarse hogueras de reproche porque nos atrevimos a romper el voto de silencio, podrían dictarse penas de exilio, pero dentro solamente arde la llama de tus chistes y los míos, un fuego que no quema sino que ilumina; un rescoldo que vierte luz púrpura en las esquinas y pinta de oro las huellas del suelo.
Sé que ese escenario roza la frontera del imposible, una maqueta paradisíaca demasiado intacta para el mundo rígido que insiste en su manual de realidades. Con todo, persisto en la visión. Me veo hablando, te veo contestar; nuestras voces se enlazan como dos espirales sin destino fijo, danzan de un tema a otro sin pedir permiso al reloj. Puede que despierte antes del final, tal vez la alarma se encargue de descoser el tapiz y la cama recupere su aspereza de materia, sin embargo el eco de nuestra charla quedará adherido a mi oído del mismo modo que una caracola marina retiene, obstinada, la vibración antigua del océano. En mitad del día, mientras la ciudad ruge con sus motores, un fragmento de aquella risa que tejimos se posará sobre mi memoria y la hará temblar como un cristal al borde del estallido.
Yo llegué tarde, o temprano, según se mire. Te encontré en un punto intermedio, justo cuando la balanza oscilaba entre la esperanza y la rabia. Intenté ser testigo y cómplice, pero también fui torpe juez. Te ofrecí palabras que creí consuelo y resultaron lastre, te ofrecí silencios que parecían paz y supieron a abandono. Por eso ahora pido perdón por cada metáfora que te cargué sobre los hombros, por cada comparación que convirtió tu piel en tema de laboratorio. Sé que odiabas sentirte diseccionada por mi lenguaje, como la mariposa que se resiste al alfiler del entomólogo. Te veía irritarte, te veía usar la ironía como escudo, aunque por dentro contenías lágrimas que no te permitirías soltar frente a mí. Yo, con mi fervor de escritor amateur, no supe callar a tiempo.
He intentado imaginarte en futuros que ya no compartiré. Te he pensado madura y serena abriendo tu propia floristería, rodeada de lilas que hagan juego con la suavidad que guardas debajo de la armadura. Te he pensado en una buhardilla parisina, escribiendo cartas que venderás como arte, porque tu letra se parece a un hilo de agua fresca sobre mármol caliente. Te he imaginado madre involuntaria de un gato callejero, haciéndote la dura mientras le compras juguetes carísimos. Te he imaginado de mil formas, todas improbables y todas verosímiles; al final, la imagen que prevalece es la de tus ojos negros mirando de frente a un mundo que siempre intenta definirse y nunca lo logra.
Perdóname, entonces, por volver a la poesía disfrazada de prosa. Perdóname por seguir usando metáforas baratas. Entiendo que necesitas escapar de las vitrinas y de los focos que te hacen sentir exhibida. Créeme cuando digo que no pretendo encerrar tu esencia en ninguna jaula. Solo deseo, con estas palabras que se me escurren de las manos, que esta versión tuya ,esa joven de ojos negros, piel de copo de nieve y voz cambiante, quede al menos nombrada, siquiera esbozada en un cuaderno que tal vez tú nunca leas. Tal vez mañana corten la electricidad y este texto se pierda para siempre; aun así, el intento habrá valido la pena, porque mientras escribo te veo bailar entre mis sinapsis, reírte de mis torpezas, burlarte de mis comparaciones y decirme con un gesto impaciente que ya basta.
Lo sé. Ya basta. No pretendo convencerte de nada ni reclutar tu aprobación. Solo necesitaba empapar estas páginas con la tinta que me dejaste. Si llegas a leerlas, tal vez sonrías, tal vez maldigas, tal vez cierres el archivo y sigas con tu vida mutante. Todo está bien. Pero recuerda, si algún día, con el tiempo, en medio de un bostezo o una canción vieja, te sorprendes evocando a alguien que hablaba de tus ojos como si contara estrellas, no temas. Solo será la memoria reclamando un poco de luz.
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