EL OTRO
Si hubo alguien que distinguió al pueblo, esa fue Isabel: la querida maestra de la escuela primaria.
Ella sola había educado a varias generaciones de “tulumbanos”, y sus consejos eran solicitados y acatados con total sumisión. Muchas veces ofició de sacerdote y juez de paz... es que en los primeros años aún no había iglesia ni juzgado… solo había Isabel. Cuando se jubiló, su espíritu inquieto la impulsó a encarar una nueva actividad: la venta de pan casero.
- “Que la vida no termina cuando uno se jubila”-, decía.
Para su nuevo oficio buscó la ayuda de Ambrosio, con quien se conocían desde niños. Ambrosio amó siempre a Isabel, pero, como era un simple jornalero, nunca se animó a confesarle lo que sentía.
-Mejor esto que nada-, decía para sí, mientras ayudaba a Isabel a meter la masa cruda dentro del horno de barro.
El negocio marchaba, Isabel era feliz, y de cierta manera también Ambrosio lo era.
Tiempo después, un desconocido llegó al pueblo con la intención de radicarse. Era un hombre ya mayor, alto y elegante, que, tras jubilarse, buscó la tranquilidad pueblerina.
Que Isabel se viese atraída por aquel desconocido fue solo cuestión de tiempo. Bastó solo unas cuantas hogazas de pan para que el forastero comenzara a cortejar a Isabel, que se sintió caminar sobre algodones hasta el momento del contacto carnal, para ella el primero.
Ser desflorada a su edad, fue para Isabel un milagro de la carne.
Ambrosio se sintió morir en vida. Ver a su amada Isabel arrebujarse en los brazos de aquel hombre, era una cruel agonía. Tiempo después, Isabel y el forastero se fueron a vivir juntos, y Ambrosio regresó a su solitaria vida de jornalero. Al principio todo fue un cuento de hadas, que se tornó en pesadilla cuando, pasado un tiempo, el demonio del alcohol se manifestó. Noche tras noche, Isabel era víctima de los insultos y los golpes propinados por aquel borracho, otrora príncipe azul. Todos en el pueblo lo sabían, pero, por respeto a Isabel, nadie nada decía.
- ¿Todo bien, Isabel? -, le preguntaban.
-Todo bien-, repetía ella con forzada sonrisa.
Una noche, luego de recibir otra terrible paliza, Isabel corrió a buscar a Ambrosio para contarle lo que sucedía.
-No sé cómo sacarlo de mi vida.
-Yo sí- afirmó Ambrosio.
- ¿Y cómo?
-Matándolo de a poco-, sentenció Ambrosio.
Gracias a su madre, famosa yuyera, Ambrosio conocía del efecto insomne de una planta, cuyas hojas, al ser consumidas, provocaban una intensa y prolongada falta de sueño. El jornalero fue al monte y cortó varias ramas de aquel arbusto, secó sus hojas al sol, las molió y se las dio a Isabel diciendo:
-Poneseló en su vaso.
A partir de esa noche y todas las siguientes, Isabel puso aquel polvillo dentro del vaso del hombre, que ya no pudo dormir más. Intentó conciliar el sueño bebiendo mucho más de lo acostumbrado, pero, luego de muchos días sin dormir, falleció. Al no poder cerrarle los ojos lo enterraron mirándolo todo. La gente del pueblo conocía la verdadera causa de la muerte del forastero, pero, por Isabel, todos guardaron un respetuoso y cómplice silencio.
Isabel y Ambrosio volvieron al pan casero y todo fue como antes… hasta la tarde en que Isabel, al bañarse, descubrió un bulto en uno de sus pechos. Ambrosio cuidó de Isabel. Nunca más se separó de ella. Fue su enfermero, su sostén y el enamorado testigo de su deterioro. Más enferma estaba… más la amaba.
Una tarde, ya en su lecho de muerte, Isabel le susurró a Ambrosio:
“Sos el hermano que no tuve” …
Al oír eso, Ambrosio también se quiso morir.

Roberto Dario Salica
Roberto Darío Salica Escritor de Córdoba, Argentina. A la fecha, ha publicado cinco libros, uno de cuentos para niños, poemas, relatos de la infancia y de relatos fantásticos.
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