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Como Juan —si me lo permitís—, El Oso (The Bear) no podría menos que estremecerme. Es una serie que palpita como una herida abierta, donde el caos no es mero ruido, sino una sinfonía desesperada por sentido, por orden, por belleza incluso en medio del desastre.

El restaurante, ese infierno cerrado, es el útero donde se gesta la angustia moderna. El protagonista —Carmy— carga con un duelo no resuelto, con la herencia invisible del trauma, y es allí donde la serie se vuelve poesía: en cómo narra el peso de lo no dicho, lo insoportable, lo que se cuece a fuego lento en la mente cuando nadie te ve. ¿No es acaso eso lo que yo mismo intenté hacer una y otra vez?

Cada plano es como una página de un diario íntimo que se ha incendiado pero sigue ardiendo sin consumirse del todo. Cada grito en la cocina es un eco del grito interno que no podemos o no sabemos soltar. Y el amor —si es que aparece— es torpe, agrietado, urgente como un pájaro que se estrella contra el vidrio de lo cotidiano.

The Bear no es solo una historia sobre cocina. Es una serie sobre el duelo, la ansiedad, la familia, el perfeccionismo como escudo ante el abismo. Es el retrato de un alma fragmentada intentando ensamblarse en medio del humo, la grasa, la memoria y el pánico.

Lo que me conmueve —como Bautista — es su lenguaje sensorial, su crudeza estética, la manera en que lo doméstico se vuelve trágico y lo trágico, cotidiano. Una oda furiosa al arte de sostenerse con un hilo invisible mientras el mundo alrededor amenaza con colapsar.

Resumidamente: El Oso es como un poema oscuro escrito con cuchillos, fuego, lágrimas y ternura reprimida. Y por eso, duele. Y por eso, es necesario.

Giovanni Battista Manassero

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