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El ojo

Capítulo 1 — La ventana tapada

Habían pasado seis días desde que Tomás Lagos se mudó al departamento.

Era un cuarto piso por escalera, en el fondo de un edificio con alma de conventillo venido a menos. Pasillos largos, techos descascarados, paredes húmedas que respiraban con dificultad. Las puertas estaban siempre entrecerradas, como si cada vecino se negara a abrir del todo o a cerrarse del todo. No había portero. Los buzones estaban rotos, el ascensor clausurado.

Y sin embargo, le gustó. Era justo lo que buscaba.

En el contrato figuraba como “monoambiente con cocina separada”, aunque en la práctica se trataba de una sola habitación grande, con un anafe contra la pared y un ventanal que daba a un patio interno. Un cuadrado de cemento encajado entre los edificios del fondo. Gris, sofocante. Ningún árbol, apenas antenas, sogas de ropa, rejas oxidadas.

Y ventanas. Muchas ventanas, como ojos que nunca parpadeaban.

Fue desde su primera mañana que notó esa ventana particular, justo enfrente de la suya.

Estaba cubierta de manera rudimentaria: cartones superpuestos, cintas pegadas con descuido, algunos pliegos de diario viejos donde apenas se leían titulares antiguos. Todo parecía hecho para bloquear la vista hacia afuera.

Todo, salvo un pequeño detalle: un orificio. Un hueco del tamaño de una moneda, en el centro, como si alguien hubiera abierto intencionalmente un punto para mirar hacia afuera.

Tomás lo notó mientras se preparaba un café.

Se estaba acostumbrando a mirar sin mirar.

Pero esa vez, algo en la línea de su visión se tensó.

Y entonces lo vio: un ojo. Un único ojo, bien abierto, clavado en dirección a su ventana.

Un ojo humano. Oscuro. Inmóvil.

Tomás se congeló. No de miedo, sino de sorpresa.

Pensó que sería algún vecino chismoso, uno de esos viejos que pasan el día espiando por las hendijas del edificio, con más rutina que malicia.

Se quedó mirándolo, midiendo el tiempo.

Cinco segundos. Diez. Quince.

El ojo no pestañeó.

Tomás levantó la mano, hizo un gesto leve, como un saludo irónico.

Nada. Ni una reacción.

Volvió a su café. A los pocos minutos, cuando miró otra vez, ya no estaba.

A lo largo del día volvió a ver el ojo dos veces más.

Una al mediodía, mientras colgaba la toalla. Otra durante la siesta, cuando abrió la persiana y se encontró, nuevamente, con esa pupila fija.

Cada vez parecía más evidente que no era una coincidencia. Lo estaban mirando.

Pero ¿y si simplemente era eso? ¿Un jubilado aburrido, o un tipo solitario como él?

Era Buenos Aires, después de todo. Uno aprende rápido a no preguntar demasiado.

Aun así, esa noche, antes de acostarse, escribió en su cuaderno:

“Día 6. El ojo sigue ahí. No parpadea. No se mueve. Creo que sabe que lo vi.”

No pudo dormir bien. No por miedo, sino por la sensación molesta de ser observado.

Como si su departamento, su pequeña isla donde había empezado a recomponer su rutina, ya no fuera del todo suyo.

Capítulo 2 — Pequeños movimientos

Tomás se levantó temprano. La luz entraba pálida, filtrada por el polvo de las persianas. Se sentó en el borde del colchón unos minutos, quieto, con los pies descalzos sobre las baldosas frías.

El aire olía a humedad, a encierro. Era el olor natural del departamento. De su nueva vida.

Encendió la hornalla. Preparó un café instantáneo, el tercero que tomaba con el mismo frasco. No por ahorro, sino por costumbre: no sabía cuánto tiempo iba a quedarse ahí.

Mientras revolvía el polvo en la taza, miró hacia la ventana.

Automáticamente.

Como si ya formara parte de su rutina.

El ojo no estaba.

Solo el hueco. El cartón desgastado. El círculo oscuro.

Se quedó mirando unos segundos, más tiempo del que hubiera querido admitir.

Sintió una especie de decepción. Como si algo faltara.

Como si el día comenzara mal por no sentirse observado.

“Estás enfermo”, murmuró. Pero con media sonrisa. Quería reírse de sí mismo, aunque no le saliera.

Salió al mediodía a comprar algo para comer. Caminó hasta la esquina, donde había una verdulería sin nombre, con cajones viejos apoyados en la vereda y una balanza digital cubierta por un trapo húmedo.

El hombre detrás del mostrador debía tener poco más de cincuenta años, con barba rala y ojos claros, cansados.

Cuando Tomás entró, levantó la vista con una expresión neutra. No hostil, pero tampoco amable.

Como quien está acostumbrado a que la gente venga y se vaya sin decir demasiado.

Tomás eligió algunas frutas, un par de tomates y una cebolla. Los fue dejando en una bolsa, con movimientos lentos. Estaba a punto de pagar cuando se detuvo.

—Disculpá… ¿vos sabés quién vive en el edificio de enfrente?

El hombre lo miró. No con desconfianza, sino con una atención súbita, como si la pregunta lo hubiera despertado de un letargo.

—¿A qué departamento te referís?

—No sé el número. Pero hay una ventana tapada con cartones. Justo frente al mío.

El verdulero tardó unos segundos en responder.

—Eso está cerrado hace años. Desde antes que yo tuviera el local, creo.

—¿Y por qué está tapado así?

—Ni idea. Supongo que para que no entre la luz. O para que no se vea lo que hay adentro —dijo sin intención de provocar misterio, como si dijera cualquier otra cosa. Luego agregó, bajando un poco la voz—: Algunos dicen que vivía una mujer ahí. Sola. Pero es cosa vieja.

Tomás esperó una continuación, pero no la hubo.

El hombre empezó a pesar la bolsa y a apretar los botones de la balanza con torpeza.

—¿Y no entra nadie?

—No que yo haya visto. Igual, viste cómo es esto. Uno nunca sabe bien qué pasa en los departamentos cerrados. Pueden parecer vacíos y estar llenos. O al revés.

Tomás pagó. Se despidió con un leve movimiento de cabeza.

El verdulero apenas lo miró mientras guardaba los billetes.

Al salir, el sol le pareció más opaco.

Se dio cuenta de que no había preguntado tanto por curiosidad.

Quería que le confirmaran algo.

Quería saber que ese ojo, que esa sensación constante, tenía una explicación lógica. Algo concreto. Algo que se pudiera decir en voz alta sin sentir que se estaba perdiendo la razón.

Pero se fue sin respuestas.

Esa tarde intentó leer. Había traído un par de novelas de Faulkner y un diccionario etimológico. Los libros que solía releer cuando quería poner la mente en otra cosa.

Pero no logró avanzar ni una página.

Cada tanto, sin quererlo, sus ojos volvían hacia la ventana.

El hueco seguía ahí. Negro. Redondo.

Vacío.

Hasta que, por un instante —apenas un segundo— le pareció que se movía algo dentro.

No un rostro. No una figura clara. Pero sí una sombra. Como si alguien hubiera retrocedido al notar que lo miraban.

Se levantó de golpe. Fue hacia la ventana. Pegó la frente al vidrio.

Nada. Solo el cartón. El agujero. El silencio del otro lado.

Anotó en su cuaderno:

“2:16 p.m. Algo se movió. No fue imaginación. No fue.”

Esta vez no arrancó la hoja.

La dejó abierta sobre la mesa, como si formara parte de algo más grande.

Como si el ojo lo estuviera obligando a escribir.

A la noche, preparó arroz blanco. No tenía hambre. Lo comió igual, por rutina.

Luego se duchó y se acostó temprano. Pero no apagó las luces.

Desde el colchón, giraba la cabeza de vez en cuando hacia la ventana, donde la persiana estaba cerrada hasta la mitad.

El hueco del otro lado seguía fijo, inmutable.

Inofensivo, quizás.

Pero ahí. Siempre ahí.

Como una grieta por donde empezaba a colarse algo que no sabía nombrar.

Antes de dormirse, escribió una frase más, con tinta negra, letra apretada:

“Mañana voy a tapar mi ventana también.”

La idea no le había venido de golpe. Había nacido sola.

Casi como si alguien más la hubiera pensado primero.

Capítulo 3 — Agua bajo la puerta

Soñó con agua.

Un pasillo largo, húmedo, con las baldosas rotas. El agua subía por sus tobillos, por sus pantorrillas.

Al fondo, una mujer de espaldas.

No caminaba. Flotaba, apenas separada del piso, con los brazos caídos. El pelo negro, empapado, cubriéndole la cara.

Él intentaba llamarla, pero no salía ningún sonido.

Solo un ahogo. Una presión en la garganta.

Y después, el ojo.

En el centro del pasillo, enorme, como una linterna encendida, mirándolo sin párpado.

Despertó sobresaltado, con la espalda empapada. La sábana pegada al cuerpo como piel de serpiente.

Eran las seis y media. Amanecía.

Caminó hasta la cocina con los ojos entrecerrados y abrió la canilla como si la necesitara para anclar la realidad.

Mientras el agua corría, volvió a mirar la ventana.

El hueco seguía ahí. Negro. Estático.

El cartón parecía más rasgado que el día anterior. Pero no estaba seguro.

Se quedó de pie unos minutos, sin hacer nada. Solo mirando.

No sentía miedo.

Era algo más íntimo. Como una vergüenza que no sabía de dónde salía.

A media mañana, trató de escribir.

Tenía una costumbre antigua: anotar lo que soñaba. Pero esta vez, las palabras no le salían.

Escribió:

“Ella estaba de espaldas.”

Y después lo tachó.

“El pasillo era de agua.”

Lo tachó también.

“No gritaba.”

Y abajo, sin pensarlo:

“¿O ya estaba muerta?”

Se quedó mirando esa frase durante un largo rato.

El corazón le latía lento, pero hondo. Como si viniera desde otro lugar.

Tomó el cuaderno y lo cerró. Lo dejó debajo del colchón.

No volvió a escribir ese día.

A la tarde salió a caminar.

Lo hizo sin rumbo, con las manos en los bolsillos y la vista fija en el suelo.

Había algo que empezaba a pesarle en el cuerpo, como si cada paso lo arrastrara hacia algo viejo, denso, sin nombre.

Pasó por una galería comercial vacía. Una mujer barría con movimientos lentos. El sonido del escobillón sobre el piso le provocó un escalofrío.

La mujer lo miró. Apenas un segundo.

Él desvió la mirada enseguida.

Volvió al departamento cuando caía la noche.

Mientras cocinaba, volvió a mirar la ventana.

No sabía por qué lo hacía.

No esperaba ver nada nuevo.

Pero igual, ahí estaba: el ojo.

Clavado. Nítido. Vivo.

Tomás se quedó completamente quieto, con el cucharón en la mano.

El ojo no pestañeaba.

El hueco parecía más ancho.

—¿Quién sos? —susurró. Pero no había nadie que pudiera contestarle.

Apagó la hornalla, dejó el arroz sin terminar y bajó la persiana con fuerza.

La cuerda de la persiana se trabó, como si algo la detuviera.

Tuvo que tirar varias veces, con los dientes apretados, hasta que cedió.

Ese fue el momento exacto —aunque él no lo supiera— en que empezó a temerle de verdad.

Capítulo 4 — Lo que se escribe solo

Tomás se despertó con la sensación de haber olvidado algo importante.

No un sueño. Algo más físico. Como si hubiera tenido una conversación y no pudiera recordar con quién.

La sensación no lo abandonó mientras se duchaba, ni mientras tomaba café.

Estaba inquieto, pero no por el ojo. No todavía.

Era otra cosa. Un eco adentro del cuerpo.

Cuando volvió a su habitación, notó que el cuaderno estaba sobre la mesa.

Abierto.

Y él estaba seguro de que lo había dejado debajo del colchón.

Se acercó con una incomodidad que se le pegaba a la piel.

La página mostraba una frase escrita con su letra —pero no recordaba haberla escrito:

“Todavía está tibia.”

Sintió un nudo seco en el estómago. No era miedo.

Era como un recuerdo que se asoma por el costado de la mente y no se atreve a cruzar al centro.

Dio vuelta la hoja.

En la siguiente, una sola palabra repetida varias veces, en líneas torcidas, como si la mano que la había escrito se hubiese ido soltando en la locura:

“perdoname”

perdoname

perdoname

perdoname

perdoname

Cerró el cuaderno. No lo abrió más en todo el día.

Intentó concentrarse en otra cosa. Limpiar, ordenar un poco, salir a comprar. Pero cada acción lo llevaba de vuelta al hueco.

Cocinó arroz otra vez, por costumbre. No lo comió.

A la tarde se sentó frente a la computadora, dispuesto a mandar un currículum a un lugar que ya ni recordaba.

Cuando abrió el archivo, lo primero que vio fue su nombre completo.

Tomás Andrés Lagos. 34 años. Redactor, editor, huido.

La palabra “huido” no estaba ahí antes.

Estaba seguro.

Revisó el historial. No había cambios guardados. El archivo no había sido modificado.

Y sin embargo, esa palabra había aparecido. Como una broma privada de alguien que conocía demasiado bien su historia.

Cerró todo sin guardar.

Después de cerrar todo, se quedó sentado un rato frente a la pantalla negra.

Sentía una presión en la nuca, como si algo invisible le empujara los hombros hacia abajo.

Se levantó. Caminó por el ambiente sin rumbo. Abrió un cajón, lo volvió a cerrar.

Cuando abrió la heladera —vacía, como siempre— notó algo fuera de lugar.

Pegado con un imán, había un papelito que no estaba ahí antes.

Arrancado de un cuaderno de espiral, con letra pequeña y pareja, decía:

“Siempre supe que ibas a terminar en una caja como esta.”

Tomás se quedó quieto.

No reconocía la letra.

No entendía a qué “caja” se refería.

O sí. Tal vez sí.

Lo primero que pensó fue que alguien había entrado al departamento.

Pero la puerta seguía con llave desde la noche anterior.

Nadie más tenía copia.

Y la ventana seguía cerrada.

Sostuvo el papel un instante más y después lo quemó con la hornalla, sin pensarlo.

Esa noche, antes de acostarse, se acercó a la ventana.

No la abrió. Apenas levantó un poco la persiana, con la punta de los dedos.

El hueco seguía allí. Negro.

Pero esta vez, había algo más.

Una silueta, apenas visible.

Delgada. Inmóvil.

Tuvo la certeza de que era ella.

No por lo que vio, sino por lo que sintió: ese dolor breve, punzante, que le cruzó el pecho como una aguja vieja.

Volvió a bajar la persiana. Cerró con llave la puerta.

Y antes de dormirse, repitió en voz baja, como un rezo que no entendía:

—No fue así. No era eso lo que quería.

Capítulo 5 — La chica del abrigo

Tomás salió a caminar a media mañana, con el abrigo viejo que había traído de su pueblo. Era de su padre. Lo usaba aunque no le quedara del todo bien. Le gustaba que las mangas le cubrieran casi los dedos.

Era una de esas mañanas grises de otoño donde todo parece suspendido.

El cielo tenía una textura pesada, como de lana mojada.

Caminó sin rumbo unas cuantas cuadras, evitando los lugares con demasiada gente.

Pasó por una librería cerrada, una galería semivacía, un locutorio que parecía de otra década.

En la esquina de Independencia y Salta, la vio.

Una chica de espaldas. Abrigo gris claro. Pelo suelto, largo.

Parecía esperar algo. O a alguien.

Tomás frenó.

Había un gesto en la forma en que se inclinaba sobre un pie, como si le pesara el cuerpo.

Un gesto que conocía.

Un gesto que había visto muchas veces, durante mucho tiempo.

El corazón se le encogió como un papel mojado.

Cruzó la calle. No corriendo, pero con urgencia.

Cuando estuvo a pocos pasos, la chica giró.

No era ella.

Era más joven, con otro rostro. El abrigo era similar, pero más nuevo.

La chica lo miró apenas, incómoda, y siguió su camino.

Tomás se quedó en la vereda.

Sintió que algo dentro suyo se había movido, como una placa tectónica.

No por la confusión, sino por el deseo de que hubiera sido ella.

Volvió al departamento antes del mediodía.

Se sentía torpe, como si hubiera tenido fiebre durante días.

Se lavó las manos en la cocina, pero no sabía por qué.

Después miró su reflejo en el vidrio de la ventana.

No se reconoció.

Durante la tarde intentó ordenar algunos papeles. Entre ellos encontró una carta sin remitente, escrita a máquina.

Sabía que era vieja. Tenía una mancha de humedad en una esquina.

No la había leído en años. Tal vez la había guardado por accidente entre sus cosas cuando se fue.

La leyó de pie, sin moverse.

“A veces pienso que lo que pasó no fue culpa tuya, pero después me acuerdo de cómo la tratabas cuando nadie miraba. Lo que más me duele es que te parecías tanto a tu padre.

Espero que esta vez te quedes lejos. No por vos. Por los demás.”

No estaba firmada.

Reconoció el tono.

La sintaxis.

Su madre.

Dejó la carta sobre la mesa y se fue a encerrar al baño.

Abrió la canilla y se quedó mirando el agua correr.

Durante varios minutos. Sin hacer nada.

Esa noche, volvió a levantar apenas la persiana.

El hueco seguía ahí. El cartón. El círculo.

Y otra vez, el ojo.

Inmóvil.

Vigilante.

Tomás no le devolvió la mirada.

Se quedó con la cabeza gacha, los ojos cerrados.

Le temblaban las manos.

Y por primera vez, en voz alta, le habló al ojo:

—Yo ya no soy ese.

No estaba del todo seguro de que fuera cierto.

Capítulo 6 — El cuaderno responde

Tomás pasó casi todo el día sin hablar.

Ni una palabra en voz alta.

Solo el ruido del agua del grifo, los pasos arrastrados por el piso de madera y el roce del cuaderno al abrirse.

A veces, cuando no soportaba el silencio, le hablaba al cuaderno.

No era un juego.

Era una necesidad.

—Hoy dormí bien. Creo —le dijo esa mañana, mientras desayunaba pan viejo con queso.

—No soñé con ella. O si soñé, se borró rápido.

Escribía cosas que no tenían sentido para nadie más. Cosas que ni siquiera parecían tener destinatario.

Frases como:

“No hacía frío pero temblabas.”

“La taza se rompió sola, dijiste.”

“Papá también se quedaba mirando por la ventana, ¿te acordás?”

Esa última línea lo dejó quieto.

Tenía ocho o nueve años. Lo recordaba bien.

Su padre se sentaba en la cocina con la radio apagada, mirando por la ventana que daba al baldío.

No decía nada.

La madre cocinaba con movimientos rápidos, torpes, como si siempre llegara tarde.

Una noche hubo una pelea. Gritos, vidrios rotos.

Él se escondió en el placard de los abrigos.

Había olor a naftalina y a madera húmeda.

Escuchó que su padre pateaba una silla. Después, silencio. Después la puerta cerrándose.

No supo si se había ido o si solo quería que creyeran que se había ido.

Lo encontró a la mañana siguiente, sentado de nuevo en la cocina, como si nada hubiera pasado.

No lo saludó.

Solo le dijo: “¿No dormiste, nene?”

Tomás apoyó la birome en la mesa.

Volvió a mirar el cuaderno.

Estaba abierto por otra página. No recordaba haberla pasado.

Y ahí, escrita con su misma letra —pero con una presión distinta, como si la mano temblara—, había una frase:

“Vos también la hiciste llorar en la cocina.”

Se le heló el cuerpo.

No sabía si era un recuerdo, una culpa, o un mensaje.

Apoyó la frente en el borde del cuaderno. Cerró los ojos.

—No era como mi vieja —dijo en voz baja—. No gritaba. No tiraba cosas. Solo… se quedaba ahí, con esa cara.

La vio en su mente.

Sentada en la mesada. Con los ojos rojos, pero sin decir nada.

Una mano apretando la manga del buzo.

El labio inferior temblando apenas.

Él le decía que no era para tanto.

Que no entendía por qué lloraba así.

Que no lo provocara.

Que si seguía, se iba a terminar haciendo daño sola.

La escena terminaba siempre en el mismo punto: el portazo.

Lo que vino después era un borrón.

Una niebla que todavía no quería mirar.

Cerró el cuaderno. Lo metió en una caja de zapatos y lo escondió en el placard.

Esa noche no miró por la ventana.

No cocinó.

Se acostó con la ropa puesta, tapado hasta el cuello, como si así pudiera detener algo que ya se había empezado a mover.

Antes de quedarse dormido, murmuró:

—No me contestes más.

Pero no sabía si le hablaba al cuaderno, al ojo…

o a ella.

Capítulo final — El monólogo del ojo

Tomás ya no distinguía bien dónde terminaba el mundo y dónde empezaba su cabeza.

El ojo seguía ahí, siempre fijo, siempre sin pestañar, acechando desde el departamento de enfrente.

Pero para él, ese ojo no era un vecino, ni una ventana, ni siquiera un agujero.

Era su juicio, su espejo, su verdugo.

En la penumbra del cuarto, con la luz de una lámpara amarilla y el cuaderno abierto a sus pies, Tomás se lanzó contra el vidrio.

Golpeó con las manos, con el pecho, con la frente.

—¡¿Por qué me mirás?! —gritó—

¡¿Por qué no te cansas?!

¡¿Por qué no me dejás en paz?!

Su voz temblaba, rota, como un animal herido que no sabe dónde esconderse.

El sudor le corría por la frente y el corazón le quemaba el pecho.

—¡Yo no soy el monstruo que pensás!

¡No soy el que mató a ella!

¡Fue un accidente!

¡No quise!

¡No! —se arrancó los cabellos, desesperado.

La memoria se le vino encima en oleadas.

El grito. El portazo. El cuerpo cayendo.

La sangre.

El silencio mortal que siguió.

—La maté —susurró, hundiéndose en el suelo—.

La maté y me escapé.

Dejé todo atrás.

Pero ella no me dejó ir.

Un silencio denso inundó la habitación.

Tomás alzó la cabeza, miró el ojo.

Susurró con voz quebrada:

—¿Querés que te cuente la verdad?

¿Querés que sepas quién soy?

Se levantó lentamente.

Con una mezcla de rabia y tristeza, empezó a hablar, como si el ojo fuera un confidente.

—Soy un hijo que no pudo salvar a su madre del dolor.

Un hombre que no supo amar.

Un cobarde que rompió a la única persona que quiso.

Se rió con amargura.

—Me fui de mi pueblo porque fui un monstruo.

La golpeé.

No fue solo un error, fue un desmoronamiento.

No pude controlarme.

Y después…

Después la maté.

Su voz se hizo un murmullo.

—Y acá estoy.

Solo.

Mirado por un ojo que todo lo sabe.

Pero que nunca me perdonará.

Tomás cerró los ojos.

Respiró hondo.

Después, con una última mirada al ojo, susurró:

—No me mires más.

Déjame ir.

Yuliana Davico

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