Él camina entre la oscuridad, nadie lo ve,
rostro pálido, labios que no saben por qué.
Cargado de rosas negras, tristes como él,
un niño maldito que nunca quiso ser.
Dicen que acosa, que espía sin cesar,
que la sigue de cerca, que no sabe parar.
Pero nadie entiende la verdad cruel,
que el destino lo empuja hacia ella otra vez.
No busca asustarla, ni robarle el sol,
solo quiere mirarla y callar su dolor.
Mas siempre tropieza, se cruza, aparece,
como si su sombra con la de ella se mece.
Ella huye, lo mira con miedo en la piel,
cree en los murmullos, cree en lo infiel.
Y él, que solo sabe dejarle una flor,
se traga los gritos, se traga el temblor.
Rosas negras en su puerta al amanecer,
como plegarias rotas que nadie quiere leer.
No son advertencia, ni un juego atroz,
son su corazón, marchito por su voz.
Y de noche, en su cuarto, la imagina reír,
pero despierta llorando, sin poder existir.
Un niño dulce atrapado en terror,
malinterpretado como un perseguidor.
Hasta que un día se aleja, ya no vuelve a pasar,
y la niña pregunta si lo volverá a mirar.
Extraña sus pasos, sus flores, su andar,
pero ya es tarde que lo dejaron marchar.
Y quedan las rosas negras, secas sin fin,
como prueba eterna de lo que pudo latir.
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