mobile isologo
    buscar...

    El niño de las flores

    Aug 27, 2024

    0
    El niño de las flores
    Empieza a escribir gratis en quaderno

    Te recuerdo fervientemente parado dentro de la casita de madera vieja y mal pintada que descansaba a un costado del patio de juegos. Recuerdo, también, tu rostro asomarse tímidamente por su decadente ventana y aquel brillo que encendía tus ojos cuando admirabas a los demás niños revolotear, entre risas, a los alrededores. Sé que siempre esperaste a que alguno se acercara para invitarte a unirte, pero eso simplemente nunca sucedió. Vos jamás abandonaste el refugio que te otorgaba aquella casita de madera y, por ende, el sol nunca tuvo la oportunidad de iluminar tu carita. 

    Recuerdo mirarte, Emilio, desde mi lugar predilecto: los columpios que estaban al otro lado del patio. A vos, a tus ojos café llenos de ilusión, enmarcados por aquellas pestañas largas, a tu pelo castaño siempre enmarañado y hecho un desastre, a tu cuerpo flaquito y delicado quedarse allí, dentro de la casita de madera. 

    Vos no me veías a mí, claro está. De todas maneras, no te preocupes, porque nadie más lo hizo. Así que, en mi soledad, me columpiaba hasta sentir que la puntita de mis pies rozaba las nubes, hasta que mis manos sudaban y el asqueroso olor a metal se impregnaba en ellas. 

    Me acuerdo de vos. De cómo todos los días llegabas al jardín con una delicada flor blanca fresca, del esmero que ponías en cuidarla hasta que llegara la hora del recreo. Era como si entre sus pétalos se ocultara el más grande tesoro que un hombre pudiera poseer. 

    Emilio, más de una vez te vi regalar tu flor al primer niño o niña que se acercara a hablarte, y más de una vez te vi llorar cuando ellos, carentes de entendimiento, la olvidaban en el suelo, la utilizaban como juguete o simplemente la pisoteaban a forma de broma. 

    Nadie más comprendía por qué llorabas y eso parecía causar gracia. 

    Quiero que sepas, Emilio, que en ese entonces yo la hubiera cuidado con el mismo cariño con el que siempre te vi cuidarlas a vos. La hubiera llevado hasta las nubes o simplemente la hubiera puesto a tomar algo de sol. Pero nunca me diste una, y no te culpo, porque fui yo quien nunca se acercó a pedírtela. Y, por lo tanto, fue mi culpa, en parte, que esas flores blancas nunca salieran de la oscuridad de su escondite. 

    Tiempo después pasamos a la primaria, ¿te acordás? Ya no había casitas de madera que sirvieran de refugio, ni columpios que nos llevaran a las nubes. Solo éramos nosotros dos, por separado, frente a un montón de cambios y retos nuevos. 

    Yo encontré mi lugar junto a aquel mural de la Cordillera de Los Andes, porque junto a él me sentía en las alturas nuevamente. En cambio, vos, Emilio, te conformaste con las sombras que te ofrecía un pequeño árbol de moras que se encontraba en el límite del patio. Y los días de lluvia, mañanas en las que era imposible salir, yo me ocultaba debajo de la campana que indicaba el comienzo y final de los recreos, mientras que vos te desaparecías dentro de la biblioteca. Siempre igual de solos. Siempre igual de conformistas.

    Miro hacia atrás y vuelvo a encontrarte con tu preciosa flor blanca sujeta en tu mano izquierda. Respiro hondo y creo encontrar en el ambiente un dejo de aquel aroma dulce. Me sorprendo, al ver que, en esta ocasión, tu flor blanca era distinta. Ya no lucía sana y vivaz todos los días; solo los lunes y luego, con el pasar de la semana, se la apreciaba marchita, como si a cada instante abandonara un poco de su característica vitalidad. 

    ¿Te acordás a cuantas personas se la diste? Porque yo sí. Conté a cada una de ellas, analicé sus caras y memoricé sus nombres. Me enojé con todos porque ninguno supo cuidar tu bella flor blanca. Y no me atrevería a afirmar con esta convicción si no tuviera evidencias.

    Una vez encontré una enterrada junto al nogal del patio, luego hallé otra en la basura, y en otra oportunidad descubrí que tu regalo (la flor) se transformaba en el regalo de alguien más y así sucesivamente como si no valiera absolutamente nada. Emilio, recuerdo como tu rostro se contraía del dolor cuando aquellos dedos viles, los de la niña de cabellos rubios y ojos almendrados, le arrancaban los pétalos uno por uno con esa sonrisa sádica que se había apoderado de sus labios.

    Nunca dijiste nada. Ni una vez. Solo asentiste con la cabeza y en completo silencio, en una actitud casi sumisa, volviste a ocultarte debajo del árbol de moras. En el frío de las sombras, sin mirar que en la cima de la cordillera, estaba yo deseando ser descubierta, anhelando cuidar tu flor.

    No obstante, tampoco te diste cuenta en ese entonces, Emilio, así que pasamos al secundario. Fue toda una coincidencia encontrarnos ahí. Lo mejor de todo era que ahora nuestros respectivos escondites distaban uno de otro apenas un par de metros. Solo un pupitre y dos sillas. 

    No sabés lo feliz que me puse cuando te vi aquel primer día de clases. No te lo dije, claro está, pero aun así es importante que sepas ahora que me sentí en casa cuando te vi a vos, al Niño de las flores, sentado frente a mí. 

    Pasaron los días y mi alegría al verte se fue disipando hasta casi desaparecer. Un gusto amargo invadió mi boca cuando me di cuenta de que vos, Emilio, ya no eras el mismo niño dulce y pacífico que solía resguardarse en aquella casita de madera o en la sombra de aquel árbol de moras. Ahora lucías tan frágil, tan distante, tan perdido, tan cansado... estabas tan triste que mi propio corazón se hizo chiquito. 

    Emilio, confieso que sentí un gran pesar cuando noté que los dedos de tu mano izquierda estaban cubiertos de curitas y que estos ya no sostenían una bella flor blanca, que la habías reemplazado con una rosa casi marchita cuyo tallo estaba colmado de filosas espinas. Ya no era una flor amigable, era una que a cualquiera le daría miedo sujetar. Me sorprendiste cuando, en vez de ofrecerla a todos, la cuidaste con recelo, con desconfianza y no se la ofreciste a absolutamente nadie.

     He de decirte que fue este hecho en concreto el que me llevó a analizar tu historia y la mía, porque por más de que transcurrieran por separado, parecían ser la misma y fue cuando lo comprendí. Siempre fuimos los marginados. El Niño de las flores y la Niña que anhelaba tocar las nubes. Entendí, Emilio, que sin importar quién eres o cómo eres, esta sociedad podrida y dotada de envidia encontrará alguna razón para hacerte a un lado sin importar que hieran tus sentimientos en el proceso. 

    Ahora sé el porqué elegiste las espinas por sobre los pétalos. El porqué prefieres estar distante a estar presente. Lo sé, ambos nos llenamos de miedos. 

    Es por esta razón que luego de doce años de mirarte desde la distancia, mi querido Emilio, decidí que era momento de ser yo quien cuidara de tu flor. Con pasos inseguros me acerqué a vos para pedirte su custodia, creyendo que tu respuesta iba a ser un rotundo no. Cuando llegué a tu lado no sé qué fue lo que te dije exactamente, mucho menos si me esforcé para que tuviera algún tipo de sentido, solo recuerdo que me miraste con recelo y curiosidad.

    —¿Puedo cuidar de tu flor? — pregunté con falsa seguridad. 

    Vos me observaste sorprendido y pensaste durante un instante en tu respuesta:

    —¿Por qué harías eso? 

    —Porque vos ya estás cansado de hacerlo y alguien tiene que tomar tu lugar —argumenté.

    Un breve silencio reinó entre nosotros antes de que vos tomaras la palabra.

    —Te vas a pinchar. 

    —No me importa —respondí al instante y aun así noté por tu gesto que no logré persuadirte—. Yo también he estado muy sola, Emilio. Tanto que preferí refugiarme en las nubes antes que enfrentar los miedos que me aguardaban acá en la tierra. 

    Te oí suspirar y supe que aún no estabas completamente convencido, pero yo estaba decidida, obstinada a lograr mi objetivo. 

    —Tengo miedos. Miles de ellos me acosan a cada hora, me hacen sentir débil y me susurran al oído que soy un fracaso, pero aun así estoy dispuesta a dar todo de mí para que esa rosa florezca. —Lo siguiente lo dije en un murmuro—. Algo tiene que impulsarme a salir de esta oscuridad. 

    Hubo algo en tu expresión que cambio, Emilio. Ya no me observabas como si yo fuera la villana de tu cuento. Quizás fui para vos una pizca de esperanza o una verídica muestra de amor. Tal vez fue el momento en el que te diste por vencido y decidiste que la mejor opción era que otro continuara peleando por vos.

    —Esta flor es muy importante para mí. En el pasado le hicieron mucho daño y ya no puedo permitir que alguien más se atreva... 

    —Lo sé. Estuve ahí —lo interrumpí—. He visto un gran vacío en tu alma, Emilio, y creo que vos acabás de verlo en la mía. 

    Tu mirada viajó desde la rosa que tus dedos vendados sostenían hasta mis ojos. Sentí como si estuviese observando mi propio reflejo y temí por mí misma. Vi una lágrima deslizarse por tu mejilla izquierda y me prometí que sanaría todas nuestras heridas, que lucharía ferozmente por nuestro bienestar. 

    En un movimiento que me tomó completamente desprevenida, acercaste la flor a tu nariz para respirar su perfume por última vez y con pulso tembloroso me la entregaste. Al tomarla, me pinché con sus espinas y de las heridas surgieron pequeñas gotas de sangre; aun así, la sujeté con firmeza y la guié hacia mi corazón mientras te sostenía la mirada. 

    —No voy a permitir que nada le pase, Emilio. Te lo prometo. 

    —Hay promesas que son demasiado grandes —fue lo último que dijiste antes de marcharte. 

    Ha pasado ya mucho tiempo desde que todo esto ocurrió y yo aún custodio tu flor, Emilio. Hay tiempos en los que creo verte a la distancia, como antes, tiempos en los que tu flor se marchita, momentos en los que dudo de mis capacidades y siento que simplemente la veré morir. Pero después desapareces y yo recuerdo mi promesa, así que cuido tu flor y esta vuelve a mostrarse tan vívida y perfumada como siempre. 

    Emilio, si en algún momento llegas a leer esto, quiero que sepas que podés quedarte tranquilo, porque tu rosa está a salvo, porque yo misma estoy a salvo. Así que gracias, Emilio. Gracias por ser mi Niño de las flores. 

    M. V. Bertolo

    Martina Bertolo

    Comentarios

    No hay comentarios todavía, sé el primero!

    Debes iniciar sesión para comentar

    Iniciar sesión