El músico y su chimenea.

El sol y el té de jengibre lo galvanizaban del frío matutino. Ahora los congelados son tan sólo los huesos, pensó. Y abrió la puerta de madera rechinante. Afuera, un toldo guarecía la leña que almacenaba del rocío y, más allá, el frío y la helada. Esa mañana se había despertado pensando en su nieto, lo había visto hace unos meses. El verano empezaba y quería pasar navidad con él. Las viejas nostalgias y la risa ganaron sobre las preguntas sobre salud.

“Yo allá seguiría siendo de vanguardia”

“¿Y cómo vas a tocar, te viste los dedos?”

Se recordó ese chamuyo antes de levantar un par de tocones, por adelantado mirándose las manos: gruesas, callosas y secas. Tenía razón Tobías. Hacía diez años había llegado al sur y desde entonces trabajaba en el terreno. Y la marca de ello no sólo eran sus manos, estaba muy cansado y en su pelo no había más que tonos grisáceos. Se quejó en silencio al soltar la leña sobre las cenizas del ayer.

Después de soplar una brasa pequeñita bajo la sombra del tronco de pino se asomó un fuego diminuto. Como un recién nacido, pensó. Satisfecho, se levantó con esfuerzo y, valiéndose de un vaso de precipitados amarronado, volcó queroseno sobre los troncos.

Cuando el fuego iluminó el búngalo, sintióse calor en la cara y se sonrió. Pensaba en el té que tomaría mientras se frotaba las manos llenas de ese líquido inflamable. Al mismo tiempo el querosene se evaporaba y dejaba en sus dedos un perfume a gasoil que lo transportaba a los días en la ciudad, con los autos y el trasiego constante. Estaba en casa.