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El mural de Aureliano

Feb 3, 2025

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Los anales de la historia se encuentran llenos de relatos de personas que destacaron menos por sus logros que por su forma de ser o las circunstancias de su vida. Y aunque Aureliano Craso ciertamente tenía una forma de ser destacable, terminó formando parte del rincón olvidado de la historia, irónicamente en contra de todo lo que se había propuesto. Es cierto que el asombroso mural que mandó a construir fue encontrado por unos arqueólogos a principios de este siglo, pero como estaba destruido y en ruinas, las imágenes que estaban talladas eran indescifrables y no se podía trazar su origen hasta el hombre que las mandó a tallar, por lo que al mural se le dió el nombre de su descubridor y fue conocido como “el mural de Clark”. Años más tarde, basándose en nuevos descubrimientos y conectando otros relatos con la estructura, los historiadores la vincularon finalmente con la figura de Aureliano Craso, el noble romano, pero su ya establecida fama como “el mural de Clark” opacaba esa reciente conexión.

Este Aureliano, por lo que se sabe según los pocos textos que lo refieren, era un hombre noble de Roma que no influyó mucho en los asuntos políticos o militares, sino que más bien se destacó por las numerosas celebraciones y fiestas que organizaba y su laxitud a la hora de despilfarrar el dinero para quedar bien con la alta sociedad; de ahí que no hubiera muchos registros de su existencia. Sin embargo, su historia, o lo que nos llegó de ella, atravesada un poco por las supersticiones de la época, tiene cierto componente literario que hace que merezca ser narrada, como lo haré a continuación.

Se cuenta que después de la muerte de Marco Licinio Craso, su cuantiosa fortuna, envidia de todos los romanos, pasó a manos de su segundo hijo, tocayo suyo. Craso fue aquel amigo de Julio Cesar enormemente acaudalado que financio su carrera política y, para probar su habilidad militar, emprendió una campaña en la tierra de los partos que terminó con su muerte y la de su primogénito. Pero además de este segundo hijo, un sobrino suyo, de nombre Quinto Prosperius Aureliano, hijo de su hermana y muy querido por él, también fue heredero de una gran parte de esa fortuna, y ello, sumado al patrimonio ya de por sí grande que había heredado de sus padres, lo convirtió en el sucesor de su tío como uno de los hombres más acaudalado de Roma. Este, para honrar su memoría, adoptó el nombre de Craso y fue conocido como Aureliano Craso en el ámbito romano.

Se decía que este Aureliano no era el hombre más digno de Roma. De por sí la principal razón por la que era tan querido por su tío Craso era por sus singulares dotes de adulación, con los que cosechaba el afecto de numerosos nobles. Su carrera política, corta y de afinidad dudosa, consistió en una temporada como senador de la mano del partido más conservador, aunque, cuando sucedió la guerra civil entre César y Pompeyo, supo abandonar convenientemente su conservadurismo para pasarse al bando de César, el que resultó triunfante. Lo mismo hizo en la guerra de Octavio y Antonio, y sus victorias en esas contiendas le acarrearon a él virtud y honores, a pesar de que no las apoyó con la suficiente intensidad como para siquiera luchar en ellas. Parecía que para él la virtud era el resultado de posicionar las monedas en el lugar correcto de una ruleta. 

En aquella época en la que la diosa Fortuna le había favorecido de semejante manera, Aureliano pasó de ser el adulador al adulado. Abandonó su puesto en el senado profiriendo un intenso discurso que alababa las virtudes de los civiles por encima de los políticos, y en el que renunciaba a los honores que se le podrían haber rendido como cónsul (aunque ni siquiera estaba en la lista de posibles candidatos) para ayudar a la sociedad apoyandola desde sus cimientos. El discurso fue ampliamente aplaudido y fue seguido por un banquete organizado por él en el que demostraba su claro apoyo a los civiles invitando nada más que a la clase política.

Los meses siguientes Aureliano dedicó su tiempo y dinero a un enaltecimiento, más que inmerecido, de su persona. Había pasado su vida observando cómo los hombres más prominentes de Roma coincidían en ser también los más acaudalados, y eso le había dado la convicción de que ambos conceptos eran sinónimos, que amasar una gran cantidad de dinero equivalía a edificar su gloría para la posteridad. Ahora había alcanzado el porte que él creía el indicado para comenzar a revestir su imagen en oro y mármol, y se decidió a emprender su superficial misión.

Compró una villa en las afueras de Roma que destacaba por su opulencia y su  tamaño, en especial considerando que era para que viviera un solo hombre, sin contar su séquito de esclavos y los artistas que contrataba para la creación de las obras que decoraban su estancia. Estas eran casi siempre estatuas suyas que magnificaban sus encantos y de manera deliberada omitían los defectos de sus facciones, sin necesidad de que esti fuera un requerimiento suyo. Como los artistas eran en su mayoría esclavos, estaban siempre cautelosos de no herir el orgullo de su amo, orgullo que podría causar su destrucción. Aureliano invitaba a otros ciudadanos y les mostraba con regocijo los frutos de su patrimonio, y ellos, que buscaban su favor, lo halagaban con una sonrisa impaciente.

Un día, uno de sus invitados, queriendo destacar en sus desvergonzadas adulaciones, le dijo que sus estatuas eran casi tan hermosas como las que el emperador Augusto construía en toda Roma. Aureliano le arrojó una mirada de disgusto, y solo eso bastó para que los demás ciudadanos presentes comenzaran a segregarlo de los asuntos sociales y terminara desapareciendo de la vida pública.

La comparación que habían hecho de sus estatuas con las de Augusto le había hecho darse cuenta de que ese arte estaba agotado, que el mármol le pertenecía al César, y decidió buscar otra manera de trascender a la eternidad.

Al día siguiente Aureliano ordenó demoler todas las estatuas que había mandado a construir. Los esclavos escultores, creyendo que la suerte de sus obras prefiguraba la suya, decidieron escapar de aquél lugar, y fueron perseguidos e irónicamente diezmados por la guardia de Aureliano. 

Un día fue de visita a la recientemente conquistada Alejandría. Recorrió el palacio de los Ptolomeos y las calles de la portuaria ciudad. Al final de un camino, al borde del mar, vió una construcción alargada que parecía una lanza apuntando hacia el cielo. El prefecto de Egipto, Cornelio Galo, quien era su anfitrión, le explicó que era un obelisco que el octavo faraón Ptolomeo había ordenado construir en su honor. Aureliano se acercó a la construcción y vió que en sus cuatro costados tenía grabadas ciertas imágenes. Galo agregó que esas imágenes eran representaciones de los mayores eventos y conquistas de la vida de Ptolomeo VIII y que era su manera de que pasaran a la posteridad. El noble romano sintió que ese obelisco era una revelación otorgada por los dioses. Comprendió que las estatuas de mármol romanas se habían multiplicado hasta volverse obsoletas, y que ese descriptivo y antiguo arte egipcio era, irónicamente, el soplo de aire nuevo que la ciudad necesitaba. De este tomó la manera en la que se contaban sucesos e historias a través de imágenes talladas con maestría en las piedras, pero descartó la vulgar forma que le habían dado a la construcción en la que las mostraban: las paredes del patio de su finca le parecieron el lienzo ideal para el proyecto que ya entreveia.

Luego de un insoportablemente lento viaje de regreso, Aureliano llegó con impaciencia a su finca y fue directamente al lugar en que le daría vida a su obra. Sacó los cuadros colgados de las paredes y los restos de las estatuas de las que se había arrepentido y luego ordenó a sus amigos, como si fuese una especie de rey, que le trajeran al mejor escultor que conocieran, ya que sus artistas personales se habían perdido en aquel lamentable incidente. Los amigos, con la prontitud de vasallos, se fueron hasta Rodas, en busca de un tal Erquilaos, escultor muy comentado de esa época por una obra suya sobre el César herido por la traición que indujo lágrimas en los ojos del mismísimo Augusto.

Erquilaos no era griego de nacimiento, sino que había sido llevado como esclavo desde una tribu africana que la gloria romana había exterminado, y se había ganado su libertad y un nuevo nombre mediante su proeza artística que conmovía hasta las más altas esferas de la sociedad. Los amigos de Aureliano finalmente dieron con él y le explicaron la su petición, pidiéndole que los acompañara hasta Roma para llevarla a cabo. La voluntad del antiguo esclavo no se impuso a la de los acaudalados nobles romanos y lo llevaron, sin admitir protestas de su parte, a la finca del sucesor de Craso.

Al cabo de unos días volvieron a la villa y arrojaron al escultor, maniatado y vendado, enfrente del noble para que le hiciera la oferta de trabajo. Primero ordenó que lo desataran y le quitaran la venda, y luego de que se hubo acomodado al nuevo escenario en el que había súbitamente aparecido, Aureliano se presentó ante él, exclamando su nombre con la violencia de un volcán en erupción, como si el solo pronunciar su nombre debiera generar cierto temor en su interlocutor. Erquilaos articuló lo poco de latin que sabía para expresarle al noble que deseaba volver a su hogar en Grecia, mientras temblaba como un árbol en una tormenta. Aureliano no prestó atención a la patética súplica y le indicó cuál era la tarea que se le iba a encomendar.


Lo hizo pasar al jardín principal de la villa, que se extendía por fuera de la parte residencial de la villa, a cielo abierto. El suelo estaba decorado de una innumerable cantidad de flores exóticas que Aureliano había reunido allí para su deleite. Estaba delimitado por una amplia pared que tenía la apariencia de estar construida recientemente a diferencia del resto del lugar. El escultor se acercó y notó que estaba hecha de travertino, como las paredes del coliseo. Presintió que su destino no sería mejor que el de los gladiadores que allí peleaban.

Aureliano, luego de esperar a que su flamante trabajador examinara su lugar de trabajo, procedió a explicarle su proyecto. Él quería que en esa pared de travertino que rodeaba el jardín fuera esculpida toda su vida; quería que cada evento que mereciera ser recordado fuera impregnado en ese material y que de esa manera su historia fuera conservada para la posteridad y que los futuros romanos lo conocieran y lo admiraran. Pero no solo se preocupaba por los romanos del futuro; pues en unos meses serían las saturnalias, las fiestas anuales en celebración al dios Saturno, y luego del banquete público pretendía invitar a la alta nobleza romana para mostrarle la maravilla de su mural, que esperaba tener terminado para entonces. Sus amigos detrás suyo no pudieron por menos preguntarse de que manera incumbía un mural que contara la vida de Aureliano en una celebración en honor a Saturno, pero su inteligencia social les impidió vociferar esas cuestiones.

De esa manera, Aureliano le indicó a Erquilaos que la quería terminada para antes de fin de año, y le aclaró que sería enormemente recompensado por un trabajo eficiente; no solo le prometía más oro del que podía imaginar, sino que le prometía algo quizás más valioso que eso: su favor. Uno de lo hombres que lo capturó y lo llevó allí le explicó en griego todo lo que el noble había dicho hasta entonces, y Erquilaos fue de rodillas a suplicarle que lo dejaran volver a su ciudad, que él era un hombre al que hasta entonces solo le había preocupado sobrevivir y crear y que cualquier tesoro que le pudieran ofrecer no tendrían ningún valor en sus manos de aborigen. Luego intentó disuadirlo por el sentido común diciendole que el tiempo que se le daba para esculpir la dimensión de toda la pared era insuficiente, pero Aureliano era la clase de persona que creía que si se tenía el poder suficiente incluso las normas de la realidad se doblegaban a su voluntad. Estirando la mano el noble romano detuvo la súplica del escultor, y le dijo que si bien tenía la intención de premiar un trabajo bien hecho, también castigaría una obra mal hecha, y le informó que esas paredes de travertino eran lo suficientemente gruesas para acallar los gritos de un antiguo esclavo. Erquilaos supo entonces que ese jardín para él era una cárcel o un laberinto, y que jamas podría encontrar la salida o el camino a su antigua vida.

Esa noche lo hicieron dormir a la intemperie del jardín, argumentando que las camas del interior eran para los amigos de Aureliano. Contempló las diversas flores a la luz de la luna y las estrellas y no pudo percibir su belleza, pero si familiaridad. Erquilaos era ahora una flor exótica más encarcelada en ese jardín de banalidad.

Al despertar fue amablemente arrastrado al interior de la residencia y puesto a los pies de Aureliano nuevamente. Este dijo que había llegado el momento de que conociera la historia que debía imprimir en el muro, así que comenzó a narrarle su fatigosa vida. Le contó con suma pomposidad su propia historia y con el dramatismo de quien narra la vida de un prócer. Luego le dió al escultor un cincel y un martillo, le comentó que cualquier otro instrumento que pudiera necesitar no tenía más que pedirlo a los guardias que lo estarían custodiando, y enfatizó este último punto, para hacerle entender que no admitiría ningún tipo de renuncia.

Erquilaos comenzó con resignación su urgente tarea. Durante varios días se dedicó a grabar la imagen del nacimiento de aquel individuo. Destacó la luna llena sobre el cielo como un buen presagio y dibujó a su madre decaída luego del parto, simbolizando su inminente deceso. Aureliano justo lo interrumpió estando por terminar esa parte. Dijo que ese día se le había ocurrido pasar el mediodía deleitándose con la belleza de las flores pero la horripilante imagen ahora grabada en la pared había arruinado la escena. Ordenó que la rehiciera pero esta vez con más detalle, con más emotividad y con más elegancia. Erquilaos entendió que el noble romano no sabía lo que quería. Se le dieron los elementos necesarios y pasó todo un día rellenando la pared para que se viera como el lienzo en blanco que parecía antes. De esa manera, al poco tiempo que tenía se le restó incluso más.

Los meses siguientes el escultor se sintió como un prisionero volcado en una tarea que a la vez que parecía eterna tenía una fecha límite. Cada vez que Aureliano paseaba por el jardín ordenaba remover cierta imagen o corregir algún aspecto de otra, y eso le quitaba más días al apurado escultor.

La comida que le servían, que ya de por sí era pobre e insuficiente, se la llevaban directamente al jardín y no se le permitía ni siquiera entrar a la parte residencial, como si fuera un perro sucio. Los dos guardias a los que le habían ordenado custodiarlo observaban la comprensible lentitud con la que esculpía su obra, y lo compadecían como si fuera un condenado a muerte.

Faltaban tan solo dos meses para la fecha límite y Erquilaos no llevaba ni una cuarta parte de la obra terminada. Aureliano había pasado esa tarde a revisar la obra pero se mantuvo en silencio y se limitó a observar al escultor como si él fuera la obra fallida. Erquilaos entendió que su destino estaba prácticamente definido.

Esa noche llovió. Erquilaos vió caer la lluvia con desasosiego, con el martillo y el cincel tirados uno en cada costado suyo. Pensó en su patria, no en Grecia sino en la antigua, la que había perdido de joven: aquella pequeña región de Africa en donde los hombres usaban las pieles de sus presas para cazar y las mujeres curaban heridas con canciones. Pensó en la extensa pradera, que parecía que les pertenecía; pensó en las costumbres de su pueblo, sangrientas pero conciliadoras con la naturaleza; pensó en sus dioses, antiguos y olvidados, y entonces supo a quién acudir.

Extendió las manos hacía el cielo como si intentara alcanzar algo inalcanzable, y luego pronunció una súplica en su olvidado idioma. Invocó a los dioses de las estrellas y de la oscuridad, las entidades que se bañan en las guerras de los hombres y se alimentan de las almas una vez llegado su final, cuyos nombres eran secretos y estaba prohibido pronunciar. Erquilaos pronuncio cada uno de ellos. Les pidió que le concedieran el vigor que le dan al guerrero y la templanza que le dan al sabio, que con su divinidad le dieran celeridad a su mano y así pudiera terminar la obra que el destino le había impuesto, para imprimir en ese mural la vida del romano Aureliano. Les imploró su perdón por no tener un sacrificio para ofrecerles, pero dijo que si lo ayudaban les podría conceder uno a su debido tiempo. Los guardias encargados de custodiarlo lo oían vociferar palabras inentendibles bajo la lluvia con los brazos extendidos, y asumieron entre risas que la cercanía de la muerte le había hecho perder la cabeza. Pero cuando terminó su balbuceo incomprensible un relámpago retumbó potente en el cielo, como si le respondiera. Unos segundos después la lluvia se disipó y las nubes negras desaparecieron del cielo, mostrando las estrellas. Al presenciar ese súbito cambio climático los hombres miraron con superstición al escultor en el jardín y lo vieron bajar sus brazos y caer hacia delante, como si se hubiera desvanecido junto con las últimas gotas. Se acercaron rápidamente a él, pues era su trabajo asegurarse de que llegara vivo hasta la fecha límite estipulada, pero cuando se arrodillaron a su lado Erquilaos se levantó de repente, como si no le hubiera pasado nada. Le preguntaron si se sentía bien, pero él no respondió, solo tomó su martillo y cincel y se puso a esculpir la pared mecánicamente; pareciera que no fuera una acción que viniera de él, sino de un titiritero secreto que lo movía. Intentaron cuestionarlo sobre las palabras que había pronunciado, pero el antiguo esclavo seguía firme en su irrespetuoso silencio. Normalmente los guardias lo hubieran presionado más para hacerse respetar, pero un misterioso temor los instó a dejar solo a aquel hombre. 

A partir de ese día Erquilaos siguió su labor con una resistencia poco humana. Los guardias no lo veían dormir ni descansar, y la comida que le dejaban se pudría sin que llegara a ser tocada. Comenzaron a temer a ese hombre como el marinero teme a una tormenta en el océano. Sus facciones mientras esculpía parecían pétreas, y ambos se cuestionaban si alguna vez desde esa noche lo habían visto pestañear. No le informaron nada a Aureliano sobre el súbito cambio de comportamiento de su escultor. Sentían que mencionarlo era una manera de darle entidad en el mundo a aquella extraña criatura mecánica, e incluso entre ellos solían hablar de él lo menos posible.

Por otro lado, Aureliano no había ido a ver cómo avanzaba su mural ni una sola vez desde la última. Había aceptado que el escultor que había contratado no era digno de su humilde pedido, y se había resignado a simplemente diezmarlo cuando llegara la fecha pactada. Opinaba que no sería digno de un hombre honesto como él hacerlo antes, a pesar de su practicidad. El mes anterior a las saturnalias lo había dedicado a reunirse con senadores para discutir los detalles de la celebración, luego fue invitado por un amigo suyo para pasar una semana en su nueva finca en las galias cisalpinas, después disfrutó en el coliseo de una recreación de la guerra de Julio Cesar contra los germanos hecha por gladiadores, y por último asistió a un acalorado debate filosófico anfitrionado por un tal Séneca en el cual no pudo aportar nada, pero contribuyó a darle prestigió a la reunión. 

El tiempo pasó inevitable y finalmente llegó el día de las saturnalias. Aureliano se despertó ansioso por la fiesta, pero, como buen romano que era, estaba incluso más ansioso por aplicar el justo castigo al plebeyo que había incumplido su mandato. Sin embargo, no se sentía apurado. Se levantó de su cama sin presteza, mientras sus esclavos germanos le ponían una túnica pesada más elegante que práctica. Luego salió a pasear un poco por la ciudad, contempló con fingida sensibilidad las flores afuera de un templo de venus y luego decidió ir a un baño público a relajarse, como si fuera un aperitivo de la experiencia que iría a experimentar luego. Sentía un oscuro placer en ordenarle a un hombre terminar una obra imposible en un tramo de tiempo determinado y luego destruirlo después de que pasara meses en ese trabajo. Se embriagó en esa sensación de poder mientras las aguas de la terma calentaban su cuerpo. El barullo por las inminentes saturnalias podía oírse en las calles. 

Era casi el anochecer cuando regresó a su villa. Entró en ella y se dirigió hacía el jardín. Pasó por al lado de los guardias, que esquivaron su mirada con una especie de culpa, como si ocultaran algo, y luego llamó a Erquilaos, que no le respondió. Atravesó el portal y lo que vió allí lo deslumbró. El mural que consideraba imposible no solo estaba terminado, sino que cada figura que había allí grabada estaba esculpida con una destreza excepcional. Aureliano sintió que estaba contemplando una obra de la antigüedad, y él mismo se sintió eterno. Erquilaos estaba apartado a un costado, como para no tapar la vista del mural. Estaba quieto como una estatua, y no había saludado a Aureliano cuando entró. En una mano sostenía el cincel y en la otra el martillo. Aureliano estaba demasiado deslumbrado como para prestar atención a la irreverencia del escultor. Con un gesto de mano les indicó a los guardias que lo dejaran solo para poder contemplar en paz su mural.

Se acercó al extremo izquierdo de la pared con la delicadeza de quien se acerca a un animal dormido. En la primera imagen se reconoció a sí mismo de bebé, y en la cama a su madre luego de parir. La imagen mostraba a la perfección como el alma de su madre abandonó el cuerpo luego del parto, y la contradicción de pesar y alegría en el rostro de su padre, que sostenía al neonato. Caminó hacia la derecha hasta llegar a la siguiente imagen, en la que se mostraba al joven Aureliano aprendiendo de sus numerosos maestros, que lo rodeaban. Inverosímilmente el noble romano creyó reconocer las correctas facciones de cada uno de sus maestros. Siguió avanzando y vió en las imágenes a su tío Craso, enseñándole a empuñar una lanza y a Julia, la hija de Julio Cesar, su primer y único amor. Cada paso que daba Aureliano se sentía aún más impresionado por la exactitud de la obra, y un torrente de nostalgia lo arrebataba en cada imagen. Llegó a los grabados que representaban su edad adulta y se vió a sí mismo vistiendo las ropas de edil curul. Luego vió el estallido de la guerra civil entre César y Pompeyo y su imagen se ubicaba entre las dos potencias militares, como dudando a cual bando seguir. El cuerpo de su padre yacía rodeado de soldados del Cesar: a diferencia de su hijo, había seguido al bando incorrecto. El mural siguió mostrando los numerosos eventos de la vida del romano con la exactitud de un buen biógrafo. Siguiendo hacia la derecha vió las numerosas celebraciones que había organizado, los debates en el senado en los que fue partícipe; vió impresas en el travertino las numerosas esculturas que había mandado a hacer en su honor, y allí se veían incluso más hermosas que en la realidad. Entonces llegó a una imagen que le llamó la atención. Se lo veía a él discutiendo con el sumo sacerdote en el templo de saturno, observando las decoraciones para el festival en honor del dios. Aureliano recordaba que ese evento había sucedido hacía aproximadamente un mes, y le pareció curioso que algo tan reciente estuviera grabado en la pared. No recordaba el momento en el que le había contado de ese suceso al escultor, pero no le dió mucha importancia. Fue a la siguiente imagen y en ella se vió paseando por el jardín de la finca en las galias cisalpinas al que un amigo suyo lo había invitado. Se convenció de que Erquilaos no debía saber de esos acontecimientos y se dispuso a castigar a los guardias luego, creyendo firmemente que ellos se los habían contado como una suerte de broma. Las imágenes siguientes correspondían a la recreación de la batalla de César contra los germanos y al debate dado por Séneca. Pasó por ellas con una cierta incomodidad en sus entrañas, como si la exactitud de los hechos no fuera natural. Entonces llegó a una imagen que lo mostraba levantándose de la cama mientras sus esclavos germanos lo vestían. El noble romano apartó la mano que venía arrastrando por la pared con horror, pues reconoció la ropa que traía puesta. Preso del miedo y la curiosidad, Aureliano no pudo detener su andar y pasó a las siguientes imágenes. Vió las flores del templo de venus que había contemplado hacía un rato y reconoció la falsa sensibilidad en sus facciones de travertino. Luego vió el baño público en el que se había relajado y en su rostro se veía el placer con el que fantaseaba la muerte del escultor. Sus pasos, que venían lentos pero constantes, se detuvieron en la siguiente imagen. En ella se lo veía a él contemplando el mural que ahora contemplaba. Su mano paseaba por los contornos de la pared como lo había hecho hacía unos segundos, y su cabeza tenía la misma inclinación que él llevaba. Aureliano se veía a sí mismo contemplando una imagen en la que se veía a sí mismo. En esa cadena el romano se sintió prisionero, y le pareció que el mero hecho de estar contemplando eso era una afrenta hacia sus dioses. 

Había llegado al final del mural; la imagen que le seguía a esa era la última. Intentó mirarla de reojo pero solo le parecía un grabado borroso a esa distancia. Guiado por quien sabe que voluntad Aureliano continuó para contemplar la última imagen de esa imposible galería. La confusión reemplazó al temor por unos instantes. La imagen que ahora contemplaba lo mostraba a él de frente, a cuerpo completo, sosteniendo sus manos a la altura de sus hombros con las palmas abiertas. Lo más llamativo de esa figura era su rostro: un horror fatal definía todas sus facciones, como si estuviera contemplando a la muerte misma. Aureliano entendió que la figura estaba de frente porque esa era la dirección en la que miraba. Con rapidez se volteó y vió detrás suyo a Erquilaos sosteniendo en alto su martillo, como un Vulcano ejecutor. Las pesadas túnicas que tenía solo le permitieron levantar sus brazos hasta el cuello, y el martillo descendió impune. Erquilaos finalmente había completado su obra.


Juan Bautista Pedrozo

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