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El Montañista

Jul 17, 2025

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El Montañista
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Desde la cumbre no se veía nada. Las nubes lo tapaban todo. En ese momento pensó en lo insignificante de su esfuerzo. Quizá. No lo sé.
Después de días de escalar, la vista le era esquiva. Es de esperar que una persona se sienta así. Ya nadie se alegra por el logro en sí mismo. Tiene que haber un premio. El suyo era la vista: algo que no cualquiera consigue. Eso es un premio: lo distinto, lo excepcional.

No importaba que la mitad de quienes lo intentaron tuvieran que rendirse ante la montaña. Ni que de esa mitad, un cuarto muriera en el intento. Ni siquiera que él fuese el primero en llegar sin compañía. A veces, uno se conforma con la simple vulgaridad de saberse único entre tantos, como si eso bastara. La premisa es simple, aunque no perfecta, ni mucho menos saciante.

La vista era parca. Las nubes tapaban su trofeo: todo lo que un hombre quiere sentir debajo de sí.
Otra vez el premio: lo diferente.
Siempre le hablaron del camino, de lo sacrificado que sería. Ondulado, recto, empinado, empedrado, blando. Nadie mencionó la vista.
“Tenés que subir y verlo, es indescriptible”, decían. Pero a él le costaba entender por qué a alguien se le haría difícil describir unas nubes que tapan todo. Unas montañas que se esconden.

Caminó un rato por la cima. Hacía frío. Mucho frío.
Después de un logro semejante, lo último que aparece es la satisfacción de haberlo logrado.
Los deseos tienen esa paradoja: una vez cumplidos, ya no tienen sentido.

La vista era un chiste. Apenas unas nubes que lo cubrían todo, como si alguien le hubiese jugado una broma.
Tenía que ser así. Una broma.
Eso debe haber pensado. No hay otra explicación.
Se sentó sobre una piedra que emergía de la nieve acumulada durante días. Descansó.
“Me lo merezco”, habrá pensado. Y tenía razón. Cinco días llevaba caminando. Estaba cansado. ¿Quién no lo estaría? Con tan poca comida y tanto peso sobre la espalda.

Se quedó ahí. Largo rato. Algunos dirán que dejó pasar las horas, aunque cuesta encontrar un porqué. Quizá no lo haya. A veces, una acción es solo eso: una acción.

Se lo merece, pienso.
Imagino que habrá pensado en lo pequeños que somos frente a esta montaña.
Imponente.
Por lo bajo, la llamaban destruye egos. Como si aún necesitáramos algo para recordarnos lo poco que importamos.

Todavía le quedaba comida, así que no había apuro. Estaba bien quedarse a esperar. Tal vez las nubes se irían. Tal vez, por fin, podría ver esa vista indescriptible.
Somos mínimos. Eso pensó. Seguro pensó eso. ¿Qué otra cosa podría haber pensado?

La vista siguió inútil. Las nubes seguían ahí. Al final, por más esfuerzo, uno termina dependiendo de la suerte. Y él no la tuvo.
Pobre. Me da tristeza. Se quedó. Nadie sabe cuántos días. Una semana. Un mes. Algunos meses.
Alguien se iba a preocupar. Tal vez quiso probar algo. Tal vez puso a prueba a alguien.
¿Quién sabe si ese alguien pasó?

Tardaron en buscarlo. Seis meses más tarde, recién empezó la expedición de rescate.
“Otro muerto”, habrán dicho. Uno más.
La montaña ya había vencido a muchos. Pero a él no. Él llegó a la cima.
Solo que no bajó.

Porque si no bajás, no hay subida que valga.

Quizá otros también llegaron y murieron al descender. Es imposible saberlo.
Además de suerte para ver la vista, hay que tenerla para volver.
Quizá la montaña no le ganó a nadie.
Quizá nunca debe haber un ganador.
No lo sé. Estoy confundido.

Se llevan su cuerpo, totalmente congelado.
Está con los brazos cruzados.
¿Qué quiso decirnos?
¿Se dejó morir?
No lo sé. Ya no puedo ni verlo a los ojos.

Hoy no hace tanto frío.
Parece que la montaña está de luto.
O al menos guarda un poco de respeto.

No parece tan difícil de subir.

La vista es asombrosa. Se ve al sol devorar parte de la tierra mientras se acuesta.
Se traga los edificios más lejanos como si estuviera enojado con ellos por arruinar su armonía.

Ahora entiendo a quienes la llamaron “indescriptible”.

Ernesto Facundo Pastrana

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