Trabajar en sanidad es, paradójicamente, insalubre–rezongaba Fernando, obligado como otras veces a hacer horas extras–. Siempre lo mismo –discutía él con la supervisora–, los empleados responsables tenemos que pagar los platos rotos mientras a los irresponsables de siempre nadie los molesta.
Tratá de calmarte-le aconsejaba fraternalmente el vigilador de turno–, porque si te llegás a equivocar en la suministración de una medicación o te olvidás de realizar algún control, más allá de la expulsión segura, nadie va a ayudarte a cargar con la culpa.
Eran las 22:30 cuando se retiró del establecimiento. Mientras esperaba el remis, se distrajo observando el adorno del portón de ingreso: un bastón con dos pequeñas alas cerca de la empuñadura y dos serpientes entrelazadas.
Ese símbolo representa el Comercio y no la Medicina―pensó él―, cuyo símbolo correcto está constituido, simplemente, por una vara y solo una serpiente entrelazada en la misma, pero todos los confunden. Bue, pensándolo bien-reflexionó-, quizás no sea un desatino.
Al llegar a su departamento de soltero, la lista que preparó para ir al mercado, pegada en la heladera, le recordó que no tenía nada para cenar y pidió una pizza por delivery. Buscó una película pero estaban todas empezadas, así que optó por un documental sobre los animales más peligrosos del mundo. Al acabar de cenar, colocó la caja de la pizza sobre las otras, al lado del cesto de residuos que se encontraba desbordado; le cambió el agua al gato aunque se encontraba ausente desde hace tres días y se desmayó sobre el somier.
Por la mañana, cuando abrió los ojos, descubrió, aterrado, su piel extendida sobre el velador de la mesita de luz. Las piernas yacían adheridas, formando un único y horrendo miembro y carecía de brazos. Rodó, desesperado, por el colchón, dejándose caer al suelo y se arrastró con dificultad en dirección a la cocina-comedor. Intentó gritar “auxilio” y expulsó, en cambio, un líquido ácido y volvió a intentarlo varias veces con el mismo resultado. Se detuvo frente a la puerta y probó reincorporarse para alcanzar el picaporte pero no tenía rodillas que ayudaran a mantenerse erguido el tiempo suficiente. Así que empezó a golpear su cabeza contra la puerta, buscando llamar la atención de algún vecino del piso, lo que le ocasionó un sangrado desde la frente, seguido de nauseas y vómitos, y finalmente la pérdida del conocimiento.
La sangre derramada por debajo de la puerta alertó al conserje, que tras no obtener respuesta al llamar, ingresó al inmueble utilizando una barreta para ganar tiempo, arrastrando, en consecuencia, el cuerpo de Fernando. Al ver en lo que este se convirtió, emitió un grito ahogado y resbaló con el vómito y la sangre al huir.
Un monstruo–gritaba el empleado–, hay un monstruo en el Octavo C.
Los ruidos despertaron al enfermero. El collar del gato junto a su mentón, respondió su pregunta: no acababa de despertar de una pesadilla, su vida se había convertido en una pesadilla, la peor. Pero no era mucho mejor antes.
¿Cómo iba a explicarles a aquellos vecinos que lo observaban con pavor, asomados a sus puertas, que dentro de ese monstruo aún yacía un ser emocional y pensante? Cuando se disponía a descender por las escaleras, advirtió la sombra de una persona con un machete en alto que dividió su cuerpo en dos, lo que no evitó que siguiera avanzando, hasta que el filo atravesó su cráneo y parte de la grada.
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