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El mismo rio, el mismo nombre

Joaquin

May 31, 2024

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La lancha saltaba sobre el oleaje del río. Algo en el día lo ponía nervioso. Una indeterminación de la luz que no les permitía ver el contorno de la costa. Pero era fácil saber dónde estaba. El viento lo despeinaba a él, igual que a todos. Las gotas se marcaban sobre sus manos. No hacía calor, todavía no. Veía moverse los pelos de los brazos de su primo y como su remera se abrazaba a su espalda y en un momento saltaba, haciéndolo crecer, como a una sábana colgada que embolsa el viento. Pensó que los habían preparado desde un principio para vivir una vida separada. 

Pensó en el río, en su origen. Los ríos empiezan con un nombre y cuando se unen les asignan el mismo. Ellos habían nacido con el mismo nombre y fueron unidos a la fuerza. No sabía si los ríos eran forzados a unirse. Tampoco conocía un curso de agua que surja junto a otro y luego se bifurque y ambos mantengan se sigan llamando igual. Pensó que a lo mejor en algún lugar había pasado. Alguien puede haber pensado que esa separación del agua iba a ser temporaria. Una excepción en el largo transcurso de la geografía. El sueño de dos ríos separados que vuelven a encontrarse en una única desembocadura. 

Se sentaron en unas mesas de cemento, al lado de la parrilla. Había una quietud en el aire, especialmente después del movimiento frenético de la lancha. La tarde comenzaba a estirarse mientras su tío preparaba el asado. Hablaban sobre los trámites que habían hecho el día anterior. La fila en el consulado, la foto del pasaporte, la entrevista con la dueña del departamento. Él observaba, no tenía algo para aportar. 

Después de comer salieron a caminar. Casi al instante su primo y él se adelantaron al resto. Comenzaba a ser un verano lluvioso. El pasto estaba crecido y el río corría alto a su costado. Sortearon algo de maleza y caminaron con cierta obstinación por el barro, pisando ramas o piedras, intentando en vano no ensuciarse. Ahora sí comenzaba a hacer calor. Ninguno de los dos hablaba. 

Al pasar una reja tumbada se encontraron con un gran árbol. Acercándose, se dieron cuenta que el piso estaba lleno de moras maduras. Sin mediar palabra comenzaron a examinar hoja por hoja, buscando alguna que todavía esté cargada. Él se rindió primero, parecía que las que no habían sido tomadas ya habían caído al piso. Su primo siguió buscando. Desde que había ido a vivir a su casa había notado que siempre fue más insistente, persiguiendo las cosas como si le correspondiesen solo por el hecho de quererlas. Había algo de verdad en eso, pensó, después de todo era su casa. 

Nunca lo quisieron hacer sentir un extraño. Le habían dado el mismo trato que a su primo. Su tía los llamaba a los dos por igual, aunque una pequeña afectación marcase la diferencia. Él, aunque nunca lo hubiese dicho, lo sentía como condescendencia. Lo cierto es que amaba a su familia y pensaba que entre todas las cosas que les debía, la principal era la comprensión. 

Su primo finalmente encontró un racimo de moras. Le gritó para que lo fuera a ver. Estaban maduras, oscuras en su mano blanca, ya manchada con el jugo de un violeta más leve. Las había encontrado en una de las ramas más bajas del árbol, cuando todo el resto estaba vacío. Por alguna razón su primo se las acercó a la cara, las olió y las siguió observando, como si tuvieran algo escondido por dentro. Después, las apretó un poco y las tiró al piso. Se limpió la mano con la corteza del árbol. ¿Estaban feas? Dijo, su primo lo miró y luego miró al suelo. No, dijo, y comenzó a caminar nuevamente.

Ya hacía mucho calor. El sol les pegaba directamente por lo que se acercaron a la poca arena que había, se sacaron las remeras y las ojotas y se tiraron al agua. Casi a la vez. Nadaron juntos, por un poco tiempo con cierta sincronización. Después de todo habían aprendido a nadar juntos. El río les apaciguó el calor y salieron después de unos minutos. Se sentaron en la media sombra de un árbol, mirando al río. Él pensaba que debería haber algo que pudiera decirle. Un deseo de buena suerte en su viaje, un agradecimiento. Cada tanto buscaba los ojos de su primo para ver si estaba esperando que le hablase. Como si pudiese leer en su mirada qué es lo que le gustaría escuchar. 

Pero lo que le salían eran preguntas. Quería saber la explicación de su primo a que sus padres les hubiesen puesto el mismo nombre. Él nunca pudo preguntarle a los suyos, y tampoco se había animado a preguntarle a sus tíos. En el fondo sabía que no había una respuesta, o más que nada, que no importaba. Los nombres que tenían eran los que tenían y eso era todo. Y les había tocado vivir juntos porque así era la vida y debería estar conforme con eso. Pero sus padres habían sido hermanos y se llamaban distinto, y sus abuelos tenían nombres distintos a sus hermanos también. Pero ellos eran primos, no hermanos, y se llamaban igual. 

Miró de nuevo al río, desistiendo de su impulso por hablar. Todavía confundido con la situación. Miró a su primo una última vez. La sombra tapaba su cara. Todavía lo confundía que el abandono de la generosidad nunca fuese completo. Que el acto de aceptar que un extraño entre en su casa, duerma en su pieza, use sus cosas, vaya a la misma escuela, a la misma clase de natación, no haya sido suficiente sino que también tuvo que dar su nombre. Ser uno solo con otro no puede no haber sido suficiente. Pensó que el río debería decidir una sola vez, ser uno y quedar así, completo. Un solo río indivisible, corriendo sin que lo miremos. Pero pese a sus pensamientos el agua corría en frente suyo, brillando ahora con la luz que comenzaba a tomar un nuevo ángulo. El reflejo del sol les traía el calor, nuevamente. Las hojas a su alrededor se teñían de amarillo, así como sus cuerpos. Nada se movía, más que el río. Otra vez, se pararon para nadar juntos.

Joaquin

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