El mundo debe estar loco, porque mientras mi sol nace, el tuyo se oculta, como si el destino jugara a dividirnos solo para regalarnos el milagro de encontrarnos en el crepúsculo. En ese espacio entre horas, nos tomamos de las manos y entrelazamos nuestras almas, tejiendo un destino compartido que desafía las leyes de la adversidad.
¿Encantado? Sin duda, como Heathcliff en los páramos de Cumbres Borrascosas, perdido pero completo al encontrar a su Cathy. La felicidad tocó a mi puerta disfrazada de tu rostro, ese rostro que lleva la inocencia de un cachorro y la promesa de un amor eterno. En tus abrazos encontré la calidez que Dante buscó en el paraíso de Beatriz, en tus besos la redención que Jay Gatsby soñó alcanzar con Daisy. Incluso un roce fugaz tuyo tiene el peso de un verso de Neruda: “Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos”.
Hay algo en ti que me arrastra a un jardín eterno, donde peonías y lirios florecen al ritmo de nuestro amor. Allí revoloteo contigo, como dos mariposas que desafían el tiempo, dejando que el sentimiento crezca como la hiedra en las ruinas, indomable y eterno.
Mirarte a los ojos es como contemplar una de las maravillas del mundo, pero a diferencia de las pirámides o el Partenón, tú eres tangible, real, y, en un milagro que no merezco, eres mío. Eres, como diría Flaubert, “una parte del aire que respiro, la música que escucho, la sangre que fluye en mis venas”. Eres el libro que nunca termino de leer, el poema que nunca dejo de escribir.
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