No quiero hacerlo real
¿Han escuchado alguna vez esa frase? ¿La han tenido alguna vez en su cabeza? ¿Se la han dicho a ustedes mismos o a otros?
En lo que va del año, me la he repetido a mí misma incontables veces. También la he escuchado salir de la boca de mis amigas. El “no querer hacerlo real”, creo, es simplemente esa necesidad de contar algo que llevamos en la cabeza, pero que sentimos que, si lo decimos en voz alta, se volverá más real —valga la redundancia—. Como si al nombrarlo, se materializara lo que ya está ahí, incluso cuando ya lo es, incluso cuando lo tenemos justo en frente.
¿Será que no querer decirlo en voz alta es solo un mecanismo de defensa para no enfrentar nuestras realidades? ¿Para no hacerle frente a lo que está pasando y evitar asumir responsabilidades, penas o culpas?
Siempre que escribo, reconozco que soy una persona llena de contradicciones. Y creo que, en realidad, todas las personas lo somos.
Porque cuando le doy un consejo a una amiga —o ellas a mí—, solemos decir cosas como: “Háblalo, conversalo. Cuando lo hables, te vas a sentir mejor.” Pero la verdad es que, en ciertas situaciones difíciles de asumir, recurrimos al “no quiero decirlo porque será más real”. Y ahí está la contradicción nuevamente, entrando en mi vida. Tengo que asumir que es parte de mí. Pero creo que ser contradictorio es muy humano. Nos hace humanos. Y ese no querer enfrentar ciertas cosas, ese miedo a decirlas en voz alta por temor a que se vuelvan aún más parte de nuestra realidad… también nos hace humanos.
Y, en cierta parte, lo que dije al principio —que al hablarlo nos sentimos mejor— es cierto. Aunque tengamos ese miedo de hacerlo real, cuando finalmente lo contamos… alivia.
En lo personal, hay momentos en los que solo quiero hablar, hablar y hablar sin parar. Decir lo que pienso, lo que siento, lo que me pasa o me ha pasado. Siempre me alivia decirlo en voz alta. Aunque a veces —mi contradicción de nuevo— luego me arrepienta de haber abierto la boca.
Recuerdo cuando empecé a sospechar que el hombrecito con el que salía tenía algo con alguien más.
¿Lo hablé con él? Sí. Pero me costó mucho, porque no quería hacerlo real.
Tenía demasiados indicios. Él se daba cuenta de que algo me pasaba. Siempre me preguntaba si quería hablar, y muchas veces le decía que no.
Pero como a veces me dan esas ganas de hablar sin parar —para calmar lo que siento o, en el fondo, que el otro me calme y me diga que todo está bien— no me aguanté y se lo dije.
¿Se hizo real? Sí.
¿Fue porque lo dije en voz alta? No.
Eso ya estaba ahí. Yo lo sabía. Y como dicen por ahí: ojo de loca no se equivoca.
Cuando le pregunté, obviaaaamente me lo negó. Mucho. Incluso se hizo el ofendido.
La verdad es que miento: no lo enfrenté de manera directa. No le dije que sospechaba algo ni que había visto algo.
Literalmente no le dije nada desde un principio, solo le solté algo así como “ándate a la chucha”, porque había visto una prueba muy contundente, pero para confirmar tenía que preguntar. Y no quería hacerlo real, no quería quedar de loca stalker.
Preferí decirle eso y bloquearlo.
Él me mandó mensajes de texto y se hizo el desentendido con respecto a por qué yo actuaba así.
Hasta que le dije. Y me lo negó, obvio.
¿Le creí? Quise creerle.
Gran error.
El tiempo hizo lo suyo.
Mis sospechas eran ciertas.
Era real.
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