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El Miedo de Bernardo

Oct 14, 2024

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El Miedo de Bernardo
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Bernardo vivía en San Martín de los Andes, esa pequeña ciudad atrapada entre montañas y el frío de los lagos, con una timidez que lo carcomía por dentro. No era un tipo común, aunque él se empeñaba en parecerlo. Pasaba sus días entre trabajos mediocres y mates eternos con los amigos, pero había algo que lo diferenciaba de los otros. Mientras ellos hablaban de fútbol, de asados, de la última nevada, Bernardo escribía. O intentaba escribir, mejor dicho. En la soledad de su cuarto, su lápiz temblaba al rozar el papel. ¿Para qué se exponía así? ¿Para qué arriesgarse al ridículo?

Porque Bernardo tenía un miedo profundo, uno que llevaba como una segunda piel: el miedo a que se rieran de él. No temía la pobreza, ni el fracaso, ni la soledad. Temía, en cambio, las carcajadas burlonas de sus amigos cuando descubrieran que él, un simple tipo del sur, se atrevía a escribir novelas. “¿Quién te creés que sos, Borges?”, lo imaginaba en su cabeza una y otra vez. La condena estaba escrita antes que la primera página.

Durante años, sus cuadernos se fueron llenando de historias que nadie leía. Los guardaba en el fondo del placard, junto a las fotos viejas y los recuerdos que prefería no mirar. No le faltaban ideas, sino valor. Su mundo de letras se volvía más real a medida que su vida cotidiana se iba apagando, pero él seguía sin poder cruzar la línea que lo separaba del ridículo.

Una tarde, sin embargo, algo cambió. El viento del sur soplaba fuerte, como empujando a Bernardo a moverse, a hacer algo. Y lo hizo. Cansado de tener miedo, de ser un hombre pequeño en su propia vida, decidió que esa noche iría al bar del pueblo, con sus amigos de siempre, y les mostraría lo que había escrito. Era un acto casi suicida, pero había llegado el momento de dejar de vivir en la sombra.

Con el estómago revuelto y las manos sudorosas, llegó al bar. “Muchachos, tengo algo que contarles”, dijo con la voz quebrada, mientras sacaba un par de hojas arrugadas de su campera. El silencio fue inmediato. Ellos lo miraban como si fuera a confesar un crimen, o algo peor.

Y Bernardo leyó. Las primeras palabras salieron como un susurro, pero luego su voz se fue afirmando. Al principio, los otros escuchaban con curiosidad, tal vez esperando el momento en que pudieran soltar la carcajada que tanto lo aterraba. Pero la carcajada nunca llegó. Al contrario, cuando terminó, hubo un silencio raro, de esos que uno no sabe cómo interpretar. “Che, está bueno”, dijo finalmente uno de ellos, rascándose la cabeza. Los demás asintieron, como si se hubieran quedado sin palabras.

Esa noche, Bernardo supo que su miedo había sido un monstruo inventado por su mente. Nadie se burlaba. Nadie lo veía como un tipo ridículo. Y él, por primera vez en su vida, sintió que escribir no era una condena, sino su salvación. Al día siguiente, comenzó a escribir con la furia de alguien que ha estado atrapado demasiado tiempo. Lo que antes era una tormenta de inseguridades, ahora era una tormenta de palabras, de frases que iban formando mundos nuevos. Ya no se trataba del “qué dirán”, sino del “qué escribir”.

Los años pasaron, y Bernardo, aquel hombre de San Martín de los Andes, que alguna vez tuvo miedo de que sus amigos se rieran de él, terminó siendo uno de los escritores más leídos del país. Su nombre apareció en diarios, revistas, y sus novelas viajaron más allá de las montañas que lo habían visto nacer. Pero él, en el fondo, seguía siendo el mismo tipo que escribía con el lápiz temblando en la mano, solo que ahora, sin miedo.

Matias Perez Hidalgo

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