Caí en un mar. Uno muy profundo. Las hojas, balanceándose tímidamente en la superficie, parecían reflejar la claridad en sus hendiduras, que creaban siluetas en el agua. Trazos blancos partiendo el techo inquieto, que con liviandad, se sacudía con el viento. Estaré muerta, pensé. Suspendida en una constante marea que me arrojaba a uno y otro lado, rozando piedras, algas, suciedad, y, de vez en cuando, algunos peces. El silencio era coercitivo, obligándome a permanecer. Y así pasaba el tiempo, que ya no eran horas, eran hilos de espuma sobre los que el sol decidía. Dando colores, separando etapas. La noche era mi favorita. Quizás, fuera, aún habría sol. Pero ahí abajo, la oscuridad era tan densa que parecía comer cada parte de mi cuerpo. De tanto en tanto, rozaba la yema de mis dedos en mi cara, y mis pies unos contra otros. Para saber que aún estaban ahí. Que todavía estaba entera. Y reía a boca cerrada, para que el agua turbia no entrara. Debía permanecer limpia y vacía. El último rastro de humanidad que me quedaba. A mis ojos, por el contrario, los cubría una costra. Parpadeaba insistente para intentar arrancarla. Pero al sentir un dolor punzante, entonces desistía. El cosquilleo pavoroso de que se fueran ellos, en cambio, flotando, arrastrados por la corriente y no viera más. La sola imágen de mis extremidades dando feroces latigazos para alcanzarlos, me entumecía. La espalda parecía gritarme que callara ese pensamiento absurdo, que de seguir así, pedazo a pedazo me rompería. Y finalmente, mi temor más carnal se haría sólido. Paradójicamente, porque todo a mi alrededor, incluso yo, se haría agua. Y en el mar ya no habría nadie. Solo burbujas de aire y sal. Y quizás, un silencio atroz.
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