El manicomio debajo de mi piel

Hoy me desperté con la cabeza llena de lápices rotos.

Dicen que es la enfermedad.

Mi psiquiatra —el padre que nunca me quiso—

me da pastillas de colores

como si fueran caramelos para un niño que ya no cree en los dulces.

Me sonríe con una boca de cemento.

Y yo le devuelvo la sonrisa,

porque aprendí que a veces el amor se parece al miedo.

Mamá decía: “los hombres no lloran”,

pero yo me he deshidratado por los ojos,

he hecho charcos con mi nombre,

y en cada uno flota la sombra de alguien que no soy.

¿Y el cuerpo?

Este cuerpo mío —

este trozo de carne masculina que nunca fue templo,

sino trinchera.

Tengo entre las piernas un dios cansado,

una criatura que aprendió la vergüenza antes que el deseo.

Las enfermeras me lo miran con guantes puestos,

como si pudiera contagiar el fracaso.

Me excita el abandono.

Me calienta la idea de ser tocado

como un pecado leve,

como un error que no vale la pena corregir.

Pero nadie se acuesta con un loco.

Nadie besa a un hombre que se traga las palabras con cuchara de sopa fría.

A veces pienso en el suicidio

como se piensa en un hotel de paso.

Una cama limpia.

Una noche sin pesadillas.

Una ausencia sin firma.

No es tristeza, ¿sabes?

Es como querer apagar una radio

que solo repite malas noticias en una lengua que no entiendo.

Quise ser viril,

como el tío que cazaba animales con una sola mano,

como los hombres de la televisión que cogen sin llorar después.

Pero lo mío fue otra cosa:

una masculinidad enferma,

una estafa con voz grave

y manos temblorosas.

He escrito cartas al cielo,

pero nadie responde a los locos.

Solo me devuelven más recetas,

más silencios.

Más paredes que huelen a cloro y resignación.

No soy peligroso.

Solo estoy cansado.

Solo quiero dormir sin que mis pensamientos

me arranquen las sábanas.

Solo quiero tocar sin pedir perdón.

Ser tocado sin sospecha.

Ser, quizás,

un hombre.

O algo parecido.