Hay un rincón secreto entre el último suspiro de la tarde y el primer parpadeo de las estrellas.
Un lugar tibio donde los pétalos caen, no por el peso del tiempo, sino por la danza suave del viento que los invita a soñar.
Allí no existe el ruido, solo el eco tenue de memorias que nunca dolieron, las que se guardan como se guarda una carta sin abrir, saboreando la tinta sin leer aún las palabras.
En ese rincón, las almas no caminan: flotan.
No se buscan: se recuerdan.
Y el silencio no es ausencia: es un idioma sagrado que se aprende con el corazón.
Todo florece, incluso lo que se marchitó.
Todo vibra, incluso lo que se rompió.
Porque en ese sitio —donde habitan los pétalos—
el amor no se dice: simplemente existe.
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