"Desnudo salí del vientre de mi madre,
y desnudo volveré a él”
Job 1, 21
Y allí estaban. En el umbral del más allá. Allí donde todos se lamentan por lo que no hicieron y ni siquiera piensan en lo que sí vivieron.
El viaje nos iguala a todos. En el más allá no hay mejores o peores; nadie es superior a otros.
Allí estaban. Eran siete. Todos contemplaban ese escenario infinito. Nubes. Un mar rojizo. Una atmósfera rosada. Plena tranquilidad. Paz y silencio.
Al medio, un hombre sentado, casi recostado, con sus piernas estiradas, apoyándose en sus codos. Sostenía con su mano izquierda una botella de cerveza medio vacía. “Sigue llena hasta la mitad”, pensaba él, “pero no le queda mucho”. Si hubiese podido, habría traído consigo toda la comida y bebida que sus brazos le permitieran. “Quiero comer”, repetía. “Una ensalada César… un pionono con dulce de leche y chocolate… una horma de queso debidamente estacionado… una milanesa napolitana…”. Todo plato que se le cruzaba por la cabeza, lo mencionaba, y se deleitaba, y se daba cuenta que ya nunca volvería a saborear ninguno. Extrañaba todas esas exquisiteces que nunca podría comer de nuevo. Porque solo pudo traer su cerveza. “Quiero comer hoy para ayunar mañana”. Ese era su lema de vida, y lo expresaba una y otra vez. Y en un momento, y solo en un único instante, se dio cuenta que ya estaba en su mañana eterno. Su ayuno infinito. “Quiero vivir hoy para morir mañana; quiero morir hoy para vivir mañana”.
Bajo la mano izquierda del hombre había un pingüino. Lo acariciaba. Yo también lo acariciaría. ¿Quién no?
La tercera figura, que hubiese sido indistinguible para cualquiera de nosotros, como las demás en esa humareda bordó, era de una mujer. Veinte años. Quince de ellos en la escuela. Durante siete, enamorada. Pero nunca enamorada de la vida. Quería ser maestra. Y también poeta. Aún no era ninguna de ellas. Por eso en el más allá le tocó ser una verdulera. El viaje la sorprendió. La agarró desprevenida, y en medio de un enamoramiento. “Me duele saber que te has ido, que no volverás, y que no serás el mismo cuando te vuelva a encontrar”. En el más allá, todos volverán a encontrarse. Todos se verán nuevamente, a los ojos o a la espalda.
Había también un guerrero. Uno de los Nobles Héroes de las Escamas del Dragón. Era un guerrero de fuego. Quiso ser uno de tierra durante toda su vida, para que dentro suyo esté siempre escondida la esperanza. Pero aparentemente su hermano se lo merecía más. De todos modos, ¿quién es tan merecedor para hablar de merecimientos? En el más allá todos merecen lo mismo: nadie merece nada.
En ese difuso paisaje para la vista, se podía oír con claridad una melodía. Una armoniosa sinfonía que sonaba suavemente, pero con constancia. Provenía de una joven violinista. La interpretación de la muchacha contaba su gran historia, sin necesidad de usar su voz. Ella había sido una de las primeras mujeres en animarse a dejar el campo para probar suerte en la gran ciudad. En aquella época, esto era muy poco común. Pero ella era intrépida, y con tan solo diecinueve años decidió dejar a su familia y todo lo que conocía para aventurarse en lo desconocido. Aún faltaban dos semanas para iniciar su cursado en la facultad de medicina cuando llegó a su residencia en la ciudad. Llevaba solamente una valija con su ropa y algunas pertenencias, y otra maleta con su instrumento. Se instaló rápidamente y pronto llegó el aburrimiento. Durante esos días, se dedicó a tocar el violín para perfeccionar su técnica. Algunas noches incluso salía al balcón y permitía que sus vecinos disfrutaran de sus bellos acordes.
Sobre su hombro derecho posaba un hornero, que con su canto acompañaba al violín de la muchacha. Por la armonía que lograban en conjunto, cualquiera podría imaginarse que no era la primera vez que coincidían. Lo que nadie hubiese pensado es que el hornero era el que más historias tenía para contar de todos los que estaban allí. Antes de emprender su viaje hacia el más allá, se tomó el tiempo de despedirse. Construyó una última casa sobre el alféizar de esa enorme ventana que tanto le gustaba, porque le permitía dejar la entrada apuntando hacia el suroeste. También pasó a saludar a sus amigos. Primero fue a visitar a la hormiga, quien le recordó lo que siempre solía decirle: “Trata a los demás como te gustaría que te traten. No le hagas a los demás lo que no te gustaría que te hagan”. Luego se encontró con el cuis, al que le confió una última enseñanza: “Los extremos son siempre malos. La virtud se encuentra en el punto medio”. Y no podía olvidarse del carancho, con quien tanto había compartido, y de quien había aprendido una gran verdad: “El que esté libre de pecado que arroje la primera piedra”. Posiblemente no haya sido el hornero más sabio, pero siempre tenía presentes esos tres aprendizajes.
Por último, había un chamán. Pero no era uno cualquiera. Era el Chamán de Río Bamba, máximo exponente del chamanismo occidental ilustrado del siglo veinte. Era, ante todo, un hombre práctico. Como tal, su labor no se limitaba a la de un mero guía espiritual. Se ocupaba activamente de diversos asuntos de su pueblo. Comisario, alcalde y encargado de la estación de trenes eran solo algunas de las funciones que cumplía. Tenía tantos apodos que muchos no sabían su nombre. El misticismo que lo rodeaba producía admiración en todo el que visitaba aquellos pagos. Hoy en día, seguramente alguien lo recuerde en una conversación en alguna cafetería de París o en algún caótico aeropuerto del sudeste asiático.
Si uno observaba de lejos aquella escena, podría afirmar que el más grande era el hombre de en medio y el más pequeño era, por diferencia, el hornero. Pero a medida que uno se acercaba, iba entendiendo. Se daba cuenta. Tenía mejor perspectiva, y podía comprender que todos eran iguales. Quizás no en tamaño, pero sí en grandeza y en pequeñez. Y eso, al fin y al cabo, era lo que importaba.
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