Camina entre cenizas y relámpagos, un hombre que lleva en la piel la memoria de todos los silencios que nadie quiso escuchar. Cada paso retumba como un tambor antiguo: resuena en los corazones que aún laten, y despierta fantasmas que creían dormidos.
Su mirada no pide permiso: atraviesa, quema, descubre lo que se esconde detrás de las máscaras. Palabras brotan de su boca como sangre y fuego, y quienes las reciben sienten que algo dentro de ellos se rompe y se recompone al mismo tiempo.
El ámbar que lo rodea no es calor cómodo: es un sol que exige despertar.
El azul no es calma: es un océano donde se ahogan las certezas viejas.
Y en su borde granate, la pasión grita sin consuelo, recordando que amar y perder son caras de la misma moneda.
Acercarse a él es entrar en un templo de emociones crudas, donde la sanación duele y la verdad libera.
Y cuando se aleja, no deja rastros visibles: deja un eco que quema, una luz que lastima y un deseo irrenunciable de encontrarse de nuevo con alguien que sabe mirar sin miedo.
Fin del ciclo de transmutación de éste ser.
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