mobile isologo
    buscar...

    El hombre es un animal que muerde

    Jun 12, 2025

    69
    El hombre es un animal que muerde
    Empieza a escribir gratis en quaderno

    Se puede encontrar maldad hasta en el más pequeño de los animales, pero cuando Dios creó al hombre el diablo estaba a su lado. Una criatura capaz de todo. Puede hacer una máquina. Y una máquina que fabrique esa máquina. Y si el mal puede durar mil años es que no necesita a nadie que lo maneje. ¿Lo crees así?

    No sé qué decir.

    Créeme.

    Meridiano de sangre - Cormac McCarthy

    El hombre es un animal que muerde. 

    Lo supe después de que mataran a mi hermano menor en un robo. Mi mamá llorando y gritando mientras guardaban el ataúd en el nicho. Tuvimos que velarlo a cajón cerrado. Le habían arrancado el maxilar inferior de un tiro con un revólver de alto calibre. No quedaba rastro de su antiguo rostro. Yo lo vi. Nunca voy a dejar de verlo. 

    El hombre es un animal que muerde sin piedad de su víctima.

    Lo supe después de que me recibiera de policía y me ataran junto a otros cadetes a unos postes en pleno invierno. Todos desnudos. Uno de ellos murió de hipotermia. Vi cómo iba perdiendo fuerzas, poco a poco. Su cuerpo se puso morado. Lloraba y gritaba por su mamá. Después, bajó la cabeza y se quedó quieto. Algunas lágrimas le seguían resbalando por las mejillas. 

    El hombre es un animal que muerde, atravesando piel y carne, hasta partir el hueso. 

    Lo supe después de que comenzaran a asesinar a los viejos.

    Primero los inmovilizaban. Les ataban manos y piernas a los soportes de la cama. Quedaban extendidos como una res. Después, les desollaban el abdomen. Seguido a esto, las plantas de los pies. Por último, el rostro. Para que no gritaran, les cortaban la lengua. La sangre atorada en la garganta permitía que solo salieran gemidos apagados. Luego, se comían su carne. Mientras sufrían una agonía indescriptible, los dientes iban desgarrando sus músculos al rojo vivo. Al final, se desangraban hasta morir. Siempre había un mensaje. Una pista. Una insignia. Algo para jugar. Un colmillo de perro, clavado donde antes estaba la nariz. La prensa le empezó a llamar Colmillo Negro. Supongo que el blanco era demasiado puro para simbolizar las atrocidades que cometía. 

    Estábamos ante un asesino serial. Sin precedente alguno en el país. Robledo Puch, El Petiso Orejudo. Ninguno se había destacado tanto.

    El móvil no era claro. No había un motivo concreto. Las víctimas parecían elegidas al azar. Pobres almas abandonadas cuyas vidas habían permanecido en un vaivén de altibajos, pero, jamás previstas de finalizar con un desenlace tan atroz. 

    La lejanía de su captura era abismal. Ninguna cámara de seguridad nos daba información relevante. Sí, aparecían personajes de lo más peculiares: Individuos perdidos en la soledad de la ciudad que deambulaban por las cercanías de las casas de los ancianos. Se sorprenderían de cómo el menor desliz de lo comúnmente establecido te convierte en sospechoso habitual. Pero, ninguno era el hombre que buscábamos. ¿Por qué me referiero a Colmillo Negro como un masculino? Bueno, un desolador testimonio nos ayudó a esclarecer las hipótesis.

    El testimonio de una pequeña nieta. Había llegado temprano del colegio. Tenía su propia llave, como toda nena independiente de esta década. Cuidaba del pobre viejo. Su madre trabajaba hasta tarde, por lo que ella debía alimentarlo y atenderlo luego de hacer sus deberes. Como toda nena de bien que crece a los golpes en este siglo. Y lo que vio, logró incinerar varias etapas de su vida. Como su abuelo no respondía a su llamado, fue a buscarlo a la habitación en la que dormía. Ahí dentro, el horror la esperaba, agazapado en la oscuridad. Primero vio al hombre. Corpulento. De pelo largo, sucio, despeinado, rígido y gris. Estaba saliendo por una de las ventanas de la habitación. Cuando se dio cuenta de la presencia de la chica, sonrió. Le mostró unas filosas y mugrientas hileras de dientes. No, no eran dientes. Colmillos de chacal. Embadurnados en sangre. Luego, se llevó un dedo índice hacia su boca. Silencio. La nena miró hacia la cama de su abuelo. Creo que ya pueden imaginarse lo que se encontró. Gritó hasta que sus pulmones se quedaron sin aire. Lloró. Se orinó encima. La policía no tardó en llegar. No había rastro de este invitado no deseado. Lo último que supe es que la chica debió ser internada. Había dejado de hablar, comer, dormir. Se convirtió en una muerta viviente que cargaba con el dolor y la desgracia en sus espaldas. 

    Nuestra primera teoría se basaba en que aquella dentadura era producto de la imaginación de la pequeña. Sin embargo, los estudios forenses dieron como resultado que las mordidas habían sido efectuadas por un perro. Al menos las marcas pertenecían a las de un canino. Los análisis previos evidenciaban que las marcas provenían de dientes humanos. Ahora, habían cambiado. El monstruo estaba mutando.

    Por lo tanto, pensamos, Colmillo Negro debía de llevar una dentadura postiza. Obviamente no se la había mandado a fabricar. No estábamos ante un amateur. No. Este tipo sabía lo que hacía. ¿Sería un odontólogo? Quizás. No podíamos descartar ninguna hipótesis.  Las pocas conclusiones a las que llegábamos eran como agua en el desierto. 

    Al poco tiempo nos dimos cuenta de que, al ser visto luego de asesinar, no solo brindó información clave sobre su apariencia, sino que evidenció algo de su modus operandi. Atacaba en casas donde no hubiera nadie más presente que los ancianos. Estos debían estar en cama, sin capacidad motora o cognitiva, convirtiéndose así en presas fáciles. 

    Localizamos a casi todos los ancianos que cumplieran con este perfil en la ciudad. Les pusimos custodios. Por un tiempo todo anduvo bien. Hasta que asesinaron a dos oficiales que estaban de guardia en una vieja mansión en las afueras del casco urbano. A su vez, el viejo miembro de la familia que allí habitaba no fue la única víctima. El psicópata terminó masacrando a todos los que estaban presentes. Los torturó. Embadurno las paredes y el piso de entrañas y restos de sesos. Ahorcó a una de las chicas –la hermana mayor– con las tripas de su padre. Colmillo Negro había enfurecido de manera febril y quería que lo supieramos.

    El país estaba horrorizado. Recibimos ayuda desde otras provincias, pero no sirvió de nada. Era como un fantasma. No podíamos rastrearlo de ninguna forma. 

    Uno de mis compañeros tuvo una brillante idea. Dijo que podía estar usando el alcantarillado para moverse. Abajo, en las entrañas del lugar, nadie podría saber dónde estaba ni de dónde salía. Esa teoría me recordó a las tarántulas que viven escondidas bajo tierra y aguardan por sus víctimas, sin que ellas sepan que su muerte inminente se encuentra a escasos metros.

    Entonces, tuvimos que hundirnos. El olor a mierda, pis, vómito y putrefacción, no se comparaba al del mal que estábamos buscando. No había excusas.

    Yo la encontré. La pista final. Y que por tan solo un segundo pudo haberse escapado. El papel amarillento estaba sobre un borde, cercano a las aguas turbias del lugar. Lo levanté. Aún no sé por qué llamó mi atención; una corazonada quizás. No creo en lo sobrenatural. Lo único que existe son los hechos, inclusive si estos rozan los límites de lo posible. Veterinaria Perdimo, se leía en la pequeña hoja de recibo. Se lo mostré al comisario, luego de haberme bañado para sacarme la inmundicia humana de encima. Rastreamos el lugar y fuimos con todas las unidades hasta allá.

    Nos dirigimos con las patrullas hacía una zona abandonadas de la ciudad. Encontramos el baldío; estaba arruinado, plagado de perros muertos. A medida que nos aproximábamos a la entrada, pudimos notar que sus fauces estaban llenas de sangre seca. Les habían extirpado todos sus dientes. Después, vinieron los gritos, hasta que derribamos la puerta. 

    Colmillo Negro nos estaba esperando. Sentado en la cocina. No parecía la bestia que tanto temíamos. Era un simple hombre. La dentadura que había devorado a tantos viejos se encontraba apoyada en la mesa. Luego de subirlo al coche de policía comenzamos a recorrer la casa. En una de las habitaciones nos encontramos con un anciano. Acostado en una camilla de hospital. Nos miró a todos, sin entender qué estaba pasando. 

    —¿Dónde está Santiago? ¿Dónde está mi hijo? —preguntó.

    Nadie le respondió. Simplemente nos marchamos.

    Cuando interrogamos a Santiago Perdimo, el primer interrogante que surgió fue sobre el motivo de las matanzas. Él, con la mayor calma del mundo, y una sonrisa llena de amabilidad, dijo:

    Los estaba salvando.

    El hombre es un animal que muerde por compasión.

    El hombre es un animal que muerde en defensa propia, cuidando a los débiles de depredadores más feroces que él. 

    El hombre es una persona, como vos y yo, y nunca sabemos cuando vendrá el primer mordisco. 

    Juan Ignacio Villano

    Comentarios

    No hay comentarios todavía, sé el primero!

    Debes iniciar sesión para comentar

    Iniciar sesión