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    El hipócrita

    Dec 10, 2024

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    El hipócrita
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    Revelador aquel día, me encontraba en la vieja pulpería ubicada frente al puerto, allí donde los desdichados frecuentabamos a ahogar penas y compartir nuestros recuerdos de la guerra; nos reconfortaba saber que teníamos los mismos traumas. Ortiz leía atentamente el periodico Argos de Buenos Aires, si mal no recuerdo en una de las mesas que posaban frente al ventanal central que se empañaba, adornándose de incontables gotas que impactaban contra el cristal, producto del diluvio. Yo en la barra como de costumbre discutiendo con algún morenista ignorante y  empapándome con aguardiente para ablandar los músculos, la labor en el saladero requería un gran desgaste físico. Mi estimado Joaquin, como siempre, se encontraba del lado interno de la barra escuchando atentamente mientras secaba las copas recién lavadas y asentía aprobando mi discurso. Así la tarde moría en el temprano ocaso.  

    De pronto la vieja puerta de madera crujió al abrirse. Entre la niebla y el temporal vi la figura posada en el zaguán. Era alto, delgado, y sostenía un tabaco con sus torcidos dientes. Las prendas polvorientas y deshilachadas daban un mensaje claro. Un salvaje me dije. Uno de los del campo; que matan por plata o por patria, que es lo mismo pero diferente. Bajo su sombrero se refugiaba un rostro arrugado, adornado por varias cicatrices, seguido de una barba desprolija como la torcida nariz. 

    El silencio invadió la vieja taberna, como si el mal se presentara a nuestra puerta. Volteamos a observar pero sin mirarlo a los ojos, porque ese sujeto volvía frágiles hasta a los hombres más duros. Ingresó decidido al salón sacándose el sombrero, se sentó a mi lado y pidió un trago escrutando el suelo de madera que lucía quieto y viscoso como su mirada. Contemple con disimulo su mano rugosa y noté que le faltaba el dedo índice. Lo supe, era él. Federico de Saladas, desertor, traidor, amigo de los gauchos y asesino de los sueños porteños.

    Y ahora el nudo de la historia, ahora es cuando relato qué pasó con ese gaucho y su maldito dedo índice. Y es aquí donde nace la incertidumbre, se engendra la ficción y se pone en duda la historia.  Aquí se enfrentan la magia con la ciencia y así la ciencia con la religión. Hay dos versiones que atestiguan la amputación de ese dedo, dos versiones como la de todos los hechos que han sucedido en la historia de nuestra humanidad. Procedo a contar la primera. Quiero aclarar que este relato me lo han contado, por lo tanto, pongan en duda todo lo se lea en los siguientes párrafos. 

    La madrugada del 3 de febrero de 1813, mientras los zorzales entonaban su primer canto y la luz tenue del amanecer entraba por las ventanas de la nave central del convento de San Carlos, en el cual se ocultaban 125 hombres comandados por José de San Martín. Federico fumaba sereno y tomaba mate con su primo Juan Bautista Cabral. A su vez, algunos rezaban, otros sudaban del temor y muchos temblaban. Sabían que podía ser el último alba pues en menos de un rato estarían batiendo sus sables contra el ejército realista. Ergo, ensillaron sus caballos y marcharon con sigilo hacia la orilla del río. 

    En medio de la sorpresiva encrucijada ejecutada por el regimiento frente a las aguas del Paraná, entre polvo, sangre y muerte, el caballo del general recibió un disparo, y este se desplomó sobre su jinete. Cabral socorrió a San Martín para liberarse y se interpuso entre las bayonetas a cambio de la vida de su líder. Hasta aquí lo que todos ya sabemos. 

    Federico al percatarse de  la situación, se batió a muerte con el invasor y entre tajos y puñaladas perdió el dedo índice. Poco importaba en comparación del premio de la venganza ejecutada.

    Cabral fue reposado dentro del convento y a las horas siguientes falleció, acompañado por su primo que se encontraba agonizando a su lado. Esa fue la última vez que se lo vio a Federico con uniforme, una vez muerto su pariente, el gaucho moribundo escapó por las llanuras dedicando su vida al robo de ganado y al asalto a caravanas de carretas en las noches pampeanas. Quien sabe cuantos hijos ha dejado huérfanos o a cuantas viudas vestidas de negro por la gracia  de su infamia. 

    He allí la historia más aceptada, la más verosímil. Pero elijo creer la otra, yo que creo en las maldiciones y en los secretos del tiempo. 

    Cantan los payadores que Federico no perdió su dedo en combate, recitan que tampoco desertó por las llanuras pampeanas, este gaucho salvaje recibió ni más ni menos que el reconocimiento del general en aquel convento de agonía luego del triunfo en San Lorenzo. 

    Mientras sostenía el cadáver ensangrentado de su primo, recibía silenciosamente el mapa que le entregaba Jose de San Martin como muestra de agradecimiento por su acto en batalla. Este mapa, como todo mapa, contenía una ruta, y esta ruta, como toda ruta, un destino. Así el ambicioso baqueano se envolvió en su poncho, montó la mula y partió hacia la cordillera de los Andes, no sin antes ser advertido por José, quien susurró al oído que sea cauteloso con lo que desea. Los pocos hombres que habían ingresado a esa cueva - que se encontraba en el último pico del ojo del salado - habían desaparecido. En ese entonces San Martín estudiaba detenidamente la cordillera y su geografía para poder ejecutar el cruce y así vencer a su enemigo. Un pehuenche nativo de la región le había entregado este mapa al general, afirmando que en aquella cueva los hombres encontrarían lo que más deseaban.

    Solitario al galope de su mula, el gaucho se encontraba recorriendo los paisajes que mudaban a cada alba. Al comenzar su epopeya cruzó las sierras cordobesas, al cabo de unos días se encontraba en los desiertos áridos de San Luis, donde conoció la soledad. Ya en el décimo día podía admirar al oeste, allá a lo lejos, debajo del cielo despejado; la majestuosa cordillera. Vociferan que en esos días de desamparo pudo descifrar qué era lo que más deseaba en esta vida. Un potro infalible quizás, la sombra de un ombú para descansar o abundante ganado para arriar. No podía desear otra cosa, ese hombre era producto de la barbarie del interior, engendrado para actuar no para pensar. 

    Ya a los piés de la cordillera, se detuvo en un angosto arroyo para dar sosiego a la mula y al lavar su rostro vio el reflejo deteriorado en las aguas cristalinas, una lágrima brotó y le acarició suavemente la mejilla ingresando a la descuidada barba para caer en aquel río que como él, nunca sería el mismo.  Por primera vez se reconoció; despojado, lleno de incertidumbre y sobre todo vivo, más vivo que nunca. Insólito, un salvaje llorando de alegría.  

    A la vigésima luna, que por cierto estaba llena y alumbraba aquella noche estrellada, en la cual el pampero frío y seco que como el tiempo pegaba en sus pómulos erosionandolos; el salvaje arribó a la boca de la cueva. Sin saber siquiera qué es lo que le esperaba allí dentro, ató la mula y encendió una antorcha para marchar con su cuchilla en la izquierda, como su padre le había enseñado. 

    Posado en el centro de la inhóspita cueva, donde lo único que habitaba era el silencio acompañado de la inmensa oscuridad. Federico que solo escuchaba sus latidos comenzó a sentir el mareo. Al cabo de unos segundos le faltaba la respiración, y repentinamente se desplomó sobre  el suelo de piedra. 

    Despertó, pero no era él. No eran sus ojos ya que ahora veía mejor y no eran sus manos que eran patas de repente. La boca era hocico y sus dientes colmillos. No era su cuerpo, ya no tenía frío ni angustia y los instintos se apoderaban de él. Se vio tendido en aquella cueva desde aquellos ojos de otro, como en tercera persona mientras una avalancha de olores le ingresaron por la nariz, olores que nunca había sentido y así hambre, un hambre desquiciada. Nuevamente se sintió despojado, solo y libre -sobre todo libre-. 

    Se acercó al cuerpo que yacía en la oscuridad, lamió su rostro para saborearlo y lo lastimó al acariciarlo con sus garras. Se quejó de dolor pero gruñendo y así Federico despertó, con el rostro rasguñado y ensangrentado. Cuando levantó su cabeza vio al puma acechando y los dos animales se miraron fijamente. El más salvaje sintió pena por el felino, entendió que como él, solo buscaba lo que más deseaba. Mordió un paño con la boca para no gritar y cortó su dedo, arrojándolo a la bestia para que por lo menos por un instante tenga consuelo.  Ambos satisfechos, uno saciando su hambre de carne y hueso y el otro, colmado de verdad.  

    Al salir de la cueva lo entendió. Lo que más deseaba era ser libre como el puma. Se rumorea que en esa cueva Federico de Saladas murió y al cabo de dos días resucitó. Pero al salir ya no tenía sombra, ahora le pertenecía al animal. Ese fue el precio que tuvo que pagar -que dicho sea fue barato -, como la carne que subimos a los barcos desde el saladero. 

    Era ya medianoche y todavía me encontraba en aquel bar, lleno de curiosidad y al lado de un hombre que era más cuerpo que hombre. En el salón -ya vacío- quedaban dos o tres ebrios durmiendo en algún rincón y el silenció era cómplice del murmullo de la lluvia porteña. Federico, luego de terminar su último trago, me miró con tristeza y haciendo una mueca sacó una carta de su bolsillo la cual apoyó sobre la barra. Sin decir una sola palabra salió de la cantina.

    Al ver a ese salvaje federal salir cojeando en dirección al puerto, noté que su sombra lo seguía fiel a cada paso que daba. No voy a negar que me invadió la decepción. Mis ojos me demostraban que ese hombre tenía tanta sombra como alma. Pero no me deje tentar por la angustia, pues tenía en mi poder una carta reveladora, una carta que esconde uno de los secretos más interesantes de nuestra historia. Un secreto que a partir de este momento iba a abandonar la única condición que lo hace ser lo que es, para pasar a ser verdad:   

    26 de febrero de 1823, Buenos Aires:

    Esta es mi confesión, confesión de un arrepentido; que ahogó su historia, sus ideas y su patria al arrojar el cuerpo de Federico al río. 

    Ese día me quité las botas de opresor y me puse las del oprimido, botas en los pies de un andaluz dando los pasos de un correntino.

    No soy más que la sombra de mi enemigo; con el poncho cabalgue la pampa, gritando seremos libres y peleando por un sueño que no era mío. 

    Admito que en algunos minutos cometeré un doble homicidio, voy a tajear a un español y así volveré mártir a un argentino.  

                                                                                                                                

                                                                                                                                                     El hipócrita.  

    ¿Me quité las botas de opresor y me puse las de oprimido? ¿Botas de un andaluz dando los pasos de un correntino? ¿Cometeré un doble homicidio? Rápidamente solté la carta y medio ebrio y tambaleando entre resbaladizos adoquines, me dirigí apurando el trote hacia el puerto. Ya no había nada que hacer. El español yacía tiñendo el muelle de bordo, sosteniendo su cuchilla en la izquierda y con un tajo de oreja a oreja en forma de carcajada.   


    Facundo

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