En una provincia olvidada del vasto Imperio Celeste, donde los arrozales se pierden en la bruma y los hombres veneran a sus ancestros con incienso y letanías, nació un niño llamado Hong Renkun (quien luego tomo el nombre de Hong Xiuquan).Su destino, como el de todos los hombres, estaba escrito en los pliegues del tiempo, pero él, como pocos, lo desafió con la obstinación de quien cree haber descifrado el enigma del cielo.
Hong era un estudiante aplicado, devoto de los clásicos, que soñaba con ascender en los exámenes imperiales y vestir las sedas de los mandarines. Pero el cielo, caprichoso o sabio, lo rechazó una y otra vez. En el crepúsculo de su juventud, tras un nuevo fracaso, cayó en un sopor febril. Entonces, como Saulo en el camino de Damasco, tuvo una visión: un anciano de barba de oro, sentado en un trono de nubes, le entregó una espada de jade y le dijo: "Purga la tierra de falsos dioses". A su lado, un hombre más joven, de rostro sereno y heridas en las manos, lo llamó hermano.
Al despertar, Hong supo que ya no era un simple letrado. Era el Hijo del Cielo, hermano de Cristo, enviado para fundar un reino donde no hubiera opresión ni codicia. Sus seguidores, campesinos y artesanos, lo escuchaban como a un profeta. Pronto, su palabra se convirtió en ejército, y su ejército, en una sombra que avanzó sobre el imperio. Nankín, la ciudad de los mil pabellones, cayó en sus manos, y allí erigió su Reino Celeste de la Gran Paz.
Pero los reinos de los hombres, incluso los que se creen divinos, están hechos de tiempo y traición. Hong, encerrado en su palacio, dictaba leyes inspiradas mientras sus generales luchaban y morían. Abolió el dinero, repartió las tierras, prohibió el opio y hasta el té, que consideraba vanidad. Sus enemigos, los Qing, tejieron lentamente su caída, ayudados por bárbaros de occidente, mercenarios que no entendían la guerra sagrada que libraban.
Cuando las tropas imperiales rodearon Nankín, Hong ya no era un hombre, sino un espectro que murmuraba versículos en una habitación sin ventanas. Se negó a huir. "El cielo me protege", decía. Pero el cielo, como suele ocurrir, guardaba silencio. Murió en junio, envenenado quizás, o acaso consumido por su propia fe. Su cadáver fue profanado, su nombre, maldito.
La rebelión de Hong con su épica desbordante y delirio sangriento es tomada como un precedente de los movimientos que condujeron a la gran transformación de China en el siglo XX . Dicen que en las noches de luna llena, entre los juncos del río Perla, se ve a un hombre con túnica amarilla que sostiene una espada de jade. Pero nadie se atreve a seguirlo, porque todos saben que los sueños de los profetas son como espejos: reflejan tanto el cielo como el abismo.
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