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El Gato

Aug 26, 2024

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El Gato
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Carlos hizo su merienda rutinaria: té negro con una cucharadita de azúcar, tostadas con mermelada de frutilla y un vasito de agua (por si lo necesitase). En otro momento, cuando había plata y juventud, habría ido a un café de la avenida Corrientes a pedir lo que solía ser su habitual: un capuccino italiano, esos que tienen canela, y tres medialunas. Pero ahora, ya con mucha vida encima, se dió cuenta de que sus años se convirtieron en sus cadenas, alejandolo cada vez más de ciertos placeres, que de jóven le llamaba “costumbre”, estúpidamente ignorando su suerte y lo efímero de ella. Eventualmente llegó a hacer la paz con eso. Así cambió, derrotado, a tomar té en su terraza.

Con “Ficciones” del espectacular Borges en su mano, sumerge su mirada en "Las Ruinas Circulares” y olvida el dolor de su pierna. La tarde es preciosa, la temperatura perfecta y el cielo despejado lo suficiente como para que cuando el sol se ponga, las luces naranjas o a veces rosas tiñan levemente las pocas nubes. Siempre amó los atardeceres de pintura, le hacían recordar a su esposa y el día cuando se conocieron, bendito día. Luego de deleitarse con las finas palabras de su autor favorito, deja el libro de un lado y se pone a mirar su calle.

Todos los días en el centro de Buenos Aires eran iguales, pero nunca dejaban de asombrarlo. Los hombres en traje caminando tan rápido que era cómico ver, no tanto como los que pasaban en scouter. Algún artista mostrandose, tratando de hacerse ver, pero nadie tiene tiempo en la capital. Las parejas de jóvenes caminando de la mano, o los que todavía no se atreven y se engañan a sí mismos con que no sienten nada. Los turistas, asombrados con el Paris latinoamericano, tomando fotos de la bella arquitectura. Uno se acostumbra a lo que ve todos los días, pero ver a personas deslumbrarse por aquello que para él era cotidiano, le hacía apreciar un poco más esa elegancia inherente de su barrio.

Entre la gente, ve un gato negro. Se trepó por una enredadera hasta la orilla de una ventana. Ahí descansó, parecía que estaban haciendo lo mismo, mirar de chusma a la gente que pasaba. En el momento que cruzaron miradas y el gato se dió cuenta que estaba siendo observado, pegó un salto a la calle y desapareció escabulléndose entre las personas.

Poco a poco, sus encuentros con el gato pasaron a ser algo de todas las tardes, pero había algo raro. Carlos se dio cuenta que nunca había visto al gato ser acariciado por nadie, ni siquiera parecía ser notado por alguna persona. Pensó que era su cabeza y que al igual que sucedía con los artistas, nadie tenía tiempo para esas cosas, pero ni las niñas chiquitas se acercaban a hacerle “pss pss”, nada. Era como si no existiera. Eventualmente dejó de llevar un libro a su terraza, su merienda consistía exclusivamente en vigilar al gato y ocasionalmente dar sorbos a su té.

Un día Marta salió a ofrecerle un budín que había recién horneado, y se encontró con su marido con la vista fijada en la vereda. Ella se asomó un poco a ver qué era lo que había encadenado a su esposo. Nada, no vió nada fuera de lo normal, solo gente. Cuando Carlos giró a ver a su amada, le comentó que últimamente había visto un gato todos los días por la tarde. Marta no le dió mucha importancia, dejó unas porciones de budín en un plato, besó el cachete de su esposo y entró.

En ese momento, cuando los ojos de Carlos volvieron a buscar al gato, no podía creer lo que veía. La mitad del gato saliendo de una pared, como atravesándola. Parándose difícilmente de su silla, se acercó hacia el balcón. El gato nuevamente lo descubrió y asustado salió corriendo.

Esa noche, con las pastas en la mesa, le contó a Marta sobre el suceso sobrenatural.— Amor mío, estás cansado. Tu vista está envejecida, no te asustes, quizás solo te pareció ver eso. Después de todo, estás un tanto lejos y podría simplemente ser el ángulo.— No le gustó esa respuesta, él sabía que estaba allí, sabía lo que vió y ahora estaba decidido a llegar al fondo de la cuestión.

Llegada la tarde del día siguiente, en vez de preparar su té, se vistió, se despidió de su esposa y salió a la calle a esperar a ese gato.

Luego de hacer tiempo, dando un par de vueltas a la manzana decidiendo que iba a hacer, se dirigió a la calle enfrente de su casa. Ahí lo vio, calmado, viendo hacia arriba, hacia el departamento del matrimonio. Carlos se acercó lentamente, para que el gato no lo notara, aunque no sirvió de nada. Otra vez se encontraron, pero el gato ya no parecía estar asustado. Sorprendentemente cuando el señor le extendió la mano, puso su cabeza debajo de esta. Luego comenzó a acariciar con su cuerpo su pierna, como si el negrito le estuviese agradeciendo. Los mimos se sentían tenues, mucho más ligeros que los de un gato normal. Cuando Carlos rascó la cabeza de su nuevo amigo, notó que tenía un collar. Leyó claramente un nombre conocido, no lo podía creer. Ese nombre era el del gato de su esposa. Entre el susto y el desconcierto, su cabeza lo remontó a aquellos dias:

A los 20 años, él volvía del almacén con las compras de la semana, cuando vió a una chica sentada al final de la cuadra, llorando con un cigarrillo entre los dedos. Nunca supo si fue lo cristalino de sus ojos, su pelo cascada de miel o la manera en que su corazón paró el instante que ella lo vio mirándola. Se sentó junto a ella, algo dentro de él tuvo la necesidad de contenerla, como si la conociese toda la vida, sentía que podría morir solo de verla mal.

— Señorita, no llore por favor.— Carlos, genuinamente preocupado y con la intención de animarla, sacó de la bolsa un bocadito Cabsha. Apenas ella vió el regalo del extraño, sus ojos se iluminaron un poco. Marta le agradeció y lo comió felizmente, con el tipo de felicidad que solo un chocolatito te puede dar.

Hablaron toda la tarde hasta la puesta de sol, en ese mismo lugar. Su gato había sido envenenado, y ella lo encontró tirado en la puerta de casa cuando salió buscándolo. Habían crecido juntos, era su compañero de vida. Con un dolor que solo un tango entendería, Marta no supo hacer más que fumar sus desgracias. Carlos la escuchó, siempre guardando su distancia, por respeto y por miedo de que el padre de ella los vea y piense otra cosa. Aunque él quería abrazarla fuertemente y decirle que todo iba a estar bien, que él estaba ahí. Al despedirse, sus miradas dijeron todo. Carlos no pudo continuar su rutina sin pensar en ella.

Conforme pasaban los días, la joven se dió cuenta que él pasaba siempre a la misma hora, a veces con bolsas, pero siempre buscándola. Desde la ventana, lo observaba, pero se escondía cada vez que él volteaba hacia su dirección. Un dia se dejó ver, arreglada, perfecta, lista. Cuando Carlos pasó, notablemente bajó la velocidad de su caminar mientras más se acercaba a su casa. Paró en su puerta, como siempre, a prender un pucho. En ese momento levantó su cabeza y ahí la vió. Un ángel, tan bella como para hacer llorar a un hombre. Su boca se abrió levemente, dejando torpemente caer el cigarrillo. Ella solo sonreía, sin sacar sus ojos de encima suyo. — ¡Buenos días, señorita! — dijo, rogando que no le contestase, si escuchaba su voz de nuevo, sabía que nunca iba a poder dejarla ir.— ¡Buenos días a usted también!

Luego de sumergirse involuntariamente en esos recuerdos repentinos, el hombre comprendió que efectivamente estaba presenciando algo fuera de toda explicación. ¿Por qué estaba el gato allí?

Después de unos mimos más, como epifanía, como si el gato se lo hubiese dicho sin hablar, Carlos lo supo. Vió por última vez a su compañero antes de volver a su hogar, el minino salió corriendo. Antes de cruzar a su puerta, decidió ir al almacén a buscar algo.

— Marta, vida mía, llegue. Te tengo un regalo. — Su esposa lo recibió con una sonrisa, ansiosa por ver. Entonces, él abrió su mano para dejar ver dos bocaditos Cabsha.

Durante los siguientes días, Carlos consintió a Marta como si fuera el primer día, o como si fuera el último. Ramos de flores gigantes, todos los días. Sin olvidar, por supuesto, el icónico chocolate. Él la besaba cuando se despertaban y antes de dormir, cocinaban juntos para luego tomar un capuccino italiano con medialunas caseras, hasta bailaban, despacio (al ritmo que su cuerpo les permitía), las canciones que escuchaban de novios.

Un día, Carlos se fue de casa diciéndole a Marta que llegaría con una sorpresa incluso más grande, ella ya no sabía qué esperar. Luego de hora y media, él abrió la puerta y se asomó para decirle emocionado que cierre los ojos y extienda las manos. Ella, joven de nuevo, hizo lo pedido, solo para abrirlos cuando sintió una tela siendo apoyada encima suyo, era un vestido. No uno cualquiera, sino uno muy fino y largo hasta el suelo, elegante, bello como ninguno. También se dió cuenta que Carlos estaba vestido de traje. — Ponetelo que te llevo al Colón.— Habían sido años desde la última vez que vio ballet, no podía creerlo. — Te amo, querido— dijo antes de besarlo.

Marta murió dos semanas después del encuentro con el gato. Carlos lo encontró rondando el campo santo la mañana después de su entierro, cuando fue a dejarle flores. Jamás supo si el animalito le quiso advertir o si simplemente podía sentir a Marta cada vez más cerca de él y decidió buscarla y esperarla hasta su reencuentro, pero Carlos estuvo eternamente agradecido. Nunca se volvieron a ver.

Florencia Rodríguez

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