No me veo en el futuro
no porque no quiera soñarlo,
sino porque algo en mí se niega a imaginarse vivo,
completo, logrado.
Cierro los ojos,
y no hay versión mía al otro lado del tiempo.
No hay casa.
No hay rostro adulto.
No hay vida que me pertenezca,
solo un vacío;
un hueco donde debería estar mi esperanza.
Y, a veces,
me aterra pensar que ese hueco soy yo.
Quiero ser tanto…
Ser libre,
ser brillante,
ser fuerte,
ser alguien que valga la pena recordar.
Quiero escribir mi nombre en algún sitio que no se borre
pero tengo miedo…
Miedo de no llegar,
de no poder,
de no ser suficiente para nada.
Miedo de que todo lo que imagino para mí
solo exista dentro de mi cabeza.
Miedo de decepcionarme, de fallarme.
Miedo de no sostener los sueños que me sostienen a mí.
¿Qué haré con este miedo, Dios mío?
A veces siento que estoy hecho con ganas rotas,
de intentos,
de comienzos que nunca terminan.
Me empujo cada día con promesas silenciosas:
“algún día…” “pronto…” “cuando todo mejore…”
Pero ese día no llega.
Y, mientras tanto, la vida se me escurre entre los dedos.
Tengo tantas versiones dentro que se contradicen:
La que quiere comerse el mundo,
y la que no se quiere levantarse de la cama.
La que sueña con ser,
y la que está convencida de que nunca será nada.
La que lucha,
y la que se rinde en silencio.
Y cuando me preguntan qué quiero ser,
solo atinó a mirar al suelo.
No porque no tenga respuestas,
sino porque tengo demasiadas y todas me duelen;
porque todas implican una apuesta a mi mismo
y yo no sé si valgo la pena.
Quisiera creer que el futuro me espera con los brazos abiertos
pero no lo siento así.
Siento que el tiempo avanza y yo me quedo quieto,
como si estuviera esperando algo que no llega
como si estuviera detenido en la antesala de una vida que no termina de empezar.
¿Y si nunca lo logro?
¿Y si todo esto que deseo no es más que una ilusión para no quebrarme del todo?
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