En el margen —
donde la ciudad se resquebraja en celaje
y las lámparas titilan como heridas—
alguien deja una carta
en la baranda de la intemperie.
No hay destinatario.
Sólo una sílaba trémula
repitiéndose en la garganta del viento,
como un eco.
Pienso
que el entusiasmo era un disfraz
y que el júbilo fue
una oración mal pronunciada.
Ella tenía vestigios en los ojos.
Él, un nudo bajo el párpado.
Y ninguno quiso mirar demasiado.
Los espejos son crueles
cuando no devuelven la forma esperada.
Así que brindaron con elipsis,
y se alejaron sin saber
si era desvelo o tregua.
Los que no están,
guardan mejor las memorias.
Y los que saben —los únicos que saben—
nunca preguntan si hubo amor.
Sólo si dolía igual
cada vez que el fuego no quemaba.
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