El Fractal
Cada cierto rato encendía un cigarro, aunque se consumía más en mi mano que en mis labios. Por alguna razón mi ansiedad se reducía más sosteniéndolo que fumándolo. Necesitaba sentir esa ilusión de estar controlando algo. De tener alguna sensación cercana y conocida bajo la falsa seguridad que inventaban mis manos. El olor del humo era real y el amargor tras meterme los dedos en la boca para masticar mis quebradas y sucias uñas era inconfundible. Verlo quemarse era lo único que me mantenía tranquilo, al menos mitigaba esos deseos de seguir paseándome como un famélico león enjaulado, por el pequeño departamento en el que me encontraba.
Estoy sentado en una silla a la espera de que alguien llegue. No hay nada más en este departamento. No existe ningún cuadro o foto que me muestre la cara de quien espero. Estoy sólo, como inserto al interior de un cubo, rodeado de unas impolutas e insípidas paredes blancas, que parecen resplandecer cuando la luz del sol entra por el ventanal y, como si tuviera vida propia, se impacta contra ellas. Un fulgor equiparable a la fuerza de un kamikaze justo en el momento en el que ha decidido morir. No hay ningún libro para distraerme. Ningún reloj que me señale la hora, ni calendario que marque alguna fecha relevante. No sé qué año, mes ni día es. No siento frío, ni siento calor. Ningún ruido tampoco del cual quejarme. Ninguna sombra a la cual temer o rogarle. Sólo un comedor y una silla, dispuestos sobre un gastado piso de madera. Erosionado. Como si los siglos con su progresivo peso, fuesen los que caminaron incansables sobre el.
Sabía que necesitaba irme pronto de aquí. La sensación de asfixia y el aire pesado, nuboso y pestilente (asumo por la cantidad de cigarros que había fumado), me hacían querer concluir rápidamente lo que estuviese haciendo. “Alguien deberá venir pronto”. Dije a voz baja. Con un imperceptible movimiento de labios. Con miedo de hablar muy fuerte o probablemente reacio a convencerme de que hablar solo, era de lo poco que me quedaba para mantenerme calmo.
¿Qué estaba haciendo allí? Ya no lo recordaba, pero cada cierto rato, fumaba. “Para aguantar la espera”, pensaba. Apagué definitivamente la colilla. Saqué otro cigarro y comencé a fumarlo enseguida. ¿Que si sentía asco? Con seguridad puedo decir que sí. Sentía una poderosa repulsión, pero la espera me tenía más nauseabundo e inquieto. Mucho más que el desagradable olor a humo y a encierro.
Quedaba sólo un cigarro. El vacío de la cajetilla me observaba junto al encendedor, el que parecía ser, además de un vaso sucio, mis únicas pertenencias. Tras apagar ese cigarro y pensarlo unos segundos, me armé de valor para salir y conseguir más. Rogaría por alguno en la calle, pediría fiado en algún kiosko cercano, o lo que fuera. Diría que me habían robado y que sólo necesitaba calmar mis nervios. Tomé el encendedor y cogí ese único cigarro para fumarlo en el camino. Lo que más me preocupaba era el hecho de que alguien pudiera llegar y no encontrarme. Esa descoordinación podía hacerme permanecer aún más tiempo aquí y yo, ya no estaba dispuesto a soportarlo. Quería llegar pronto a mi hogar y descansar de una vez por todas.
Cuando me puse de pie y me encaminé determinado hacia la puerta, un breve pensamiento me detuvo. Filosas dudas comenzaron a invadirme, hasta manosear mis entrañas: ¿En dónde era entonces que vivía? Sabía que quería prontamente irme a casa pero, ¿Cúal era mi casa? ¿Qué era eso tan rabioso a lo que le llamaba hogar? ¿Acaso alguien sabía? Y tras esta espera ¿Me llevaría alguien hasta allí?.
Abrí la puerta confundido, intentando darles respuesta a las dudas que me asolaban. Crucé raudo y desconcertado por el umbral para buscar algo más que cigarros. Ojalá encontrarme con alguien y rogarle por su ayuda.
Salí del departamento y avancé por un pasillo. Había incontables puertas sin número. Golpee en varias, pero sin respuesta alguna. Al parecer, todo lo que me rodeaba no era más que concreto mal iluminado. Las numerosas luces parpadeantes, poco ayudaban a no trastabillar por aquel corredor. Al final, divisé la luz de emergencia iluminando débilmente a una alta y pesada puerta, que debía dar hacia la escalera.
A los pocos pasos dados, un espeluznante susurro penetró nítidamente en mis oídos: “…Padre nuestro… que estás en el cielo…” Aquellas palabras sonaron en mi cabeza, justo en medio de la penumbra y del inhóspito pasillo. Me detuve de inmediato. Ni un paso más salió de mí. ¿De dónde provino esa voz? El frío vaho salido de alguna boca invisible, llegó a congelar las finas vellosidades de mi oreja. Atemorizado cerré mis ojos, sintiendo sólo mi palpitante yugular. “Estoy enloqueciendo”, me dije. Sin tener la necesidad de verme, sentí cómo empalidecí. El gélido sudor no tardó en brotar de mi frente y espalda, descendiendo como un témpano de hielo por mi piel. Tragué como pude un poco de saliva y me resistí lo que más pude a los espasmos que comenzaban a manifestarse en mi cuerpo. Respiré profundo y logré calmarme. “La ansiedad me tiene así. Suplicando…” Me dije con la intención de tranquilizarme. Apuré el paso, manteniéndome en la tarea de pasar por alto lo sucedido, pero olvidarme de aquella voz me estaba resultando difícil. Era suave y débil, tal como la de un niño. Uno triste y atormentado. Era una voz resquebrajada y pesarosa, como la de alguien que ha convivido estrechamente con el dolor. Entendía, sin yo querer hacerlo, cómo el sufrimiento se había fundido con aquella voz. Esa desesperada súplica, seguía impactando entre las paredes de mi confundida mente, golpeándome desde adentro para forzarme a responder. No le di importancia. No daría lugar a sugestiones.
Abrí la puerta al final del pasillo, con la única idea de escapar de este lugar. Comencé a bajar decidido por la escalera, sólo concentrándome en no caer. Los peldaños se mostraban interminables y prácticamente imperceptibles ante tanta oscuridad. ¿En qué piso estaba? sentía que llevaba una eternidad bajando por entre las sombras.
Una parpadeante luz con la señal de “salida” me dio indicios suficientes para recuperar algo de aliento. Respiré aliviado y mi tembloroso cuerpo paulatinamente también se fue aquietando. Saqué el cigarro que había guardado, y lo encendí antes de abrir la puerta que me conectaría con el aire que necesitaba mi espíritu maltrecho. Lo encendí confiado y lo dejé en mi boca, y con ambas manos empujé la puerta hacia lo que debía ser el final de un exilio. Mientras abría lento y con dificultad, una suave corriente me llenó durante ese ínfimo espacio de tiempo, con algo similar a la esperanza y la libertad.
Al abrir completamente la puerta y tras enceguecer por un incandescente sol, el cigarro cayó de mi boca, impávido ante lo que estaba viendo. Nada de lo que estaba observando era comprensible para mis ojos. Se me estaba revelando un verdad. La concreción de la irremediable y atrapante soledad.
Caí de rodillas, pasmado ante lo inhabitado de aquella bizarra postal. Lágrimas brotaron y un grito desde mis adentros emergió frágil y atemorizado. Un grito que advirtió que sólo yo sería su oyente. Estaba de rodillas ante la inmensidad de una ciudad inerte y sin aparente vida alguna. Como una foto tomada en edades idas e imprecisas. Me encontraba contemplando a una ciudad en la que el tiempo se había detenido. El único sonido que rompía el silencio, era el susurro de las hojas que se mecían por una cálida brisa, como si la desolación misma les hubiera otorgado la tarea de mantener la ilusión de que algo habitaba en este arruinado paraje.
Empecé a correr sin rumbo, dejando que mis pies y el temor me guiaran. Mantuve el ritmo con mi corazón cerca de ser regurgitado. Corrí buscando a alguien. Suplicando por ayuda, una señal o lo que fuera. “...Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino…” Nuevamente diferentes voces comenzaron a atormentarme. Unas de tonos graves, con angustiantes lamentaciones; otras, eran suaves, como la de aquel niño. Algunas se sentían desesperadas al punto de desgarrarse. Todas al unísono taladraban mi cabeza, penetrando con fuerza y mientras lo hacían, rasguñaron hasta herirme. Hasta volverme sólo miedo y desasosiego. “...Hágase tu voluntad, sea en la tierra como en el cielo…”. “¡Piedad! Piedad, ¡Por favor!” Imploraba entre los quejidos y las caudalosas lágrimas que recorrían mi rostro descompuesto. “¡¿En dónde estoy?!, ¡Ayuda!” gritaba, pero sólo el eco de mis lamentaciones respondían.
Pasaban por mi lado altos jacarandás en flor, ruinas de construcciones ya indescriptibles y escombros de edificios que ahora yacían abatidos sin una sola alma en su interior. Los adoquines estaban quebrados y las raíces de los árboles se asomaban reclamando luz, alterando la planicie de las calles. Algunos de los faroles estaban doblados y otros reposando horizontalmente sobre el cemento fragmentado. Las enredaderas revestían los muros de los vestigios de edificaciones y los arbustos consumían los pocos alambrados de las plazas de largo pasto. Cada atisbo de humanidad, estaba sepultado bajo los espesos verdes de la naturaleza, la que parecía haber reclamado su dominio.
Seguí avanzando por lo que parecía ser una calle, hasta llegar a una esquina. Mi cuerpo débil y temblante cayó nuevamente. De mi frente, caía el sudor como goterones sobre la maleza que se asomaba por entre las fracturas del pavimento.
“...Danos hoy nuestro pan de cada día…” Vomité. Sólo las bilis se esparcieron en el polvoriento piso. Fluidos que se fusionaban con las voces que gritaban dentro de mí. Mis uñas mugrientas se quebraban y otras se desprendían hasta dejar desnuda la piel de mis dedos, mientras rasguñaba y ensangrentaba con vehemencia y desesperación el suelo.
Fijé mi vista al frente, con la respiración agitada y el pulso descontrolado. Sintiendo cómo se adormecía mi cuerpo trás el pánico y el colapso con el que lidiaba. Frente a mí estaban, nuevamente los jacarandás en flor y más allá, las mismas ruinas de las construcciones. Seguí avanzando y volví a encontrarme otra vez, con los escombros de los edificios y la alta hierba de las plazas. Llegué a la misma esquina, miré hacia el piso pero no había rastro ni de mi sangre, ni de las uñas que me arranqué.
Seguí caminando y doblé por otra esquina, pero allí me encontré nuevamente con los jacarandás y las ruinas. “...Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden…” Esta vez, ante las constantes voces que seguían perturbándome, sólo me detuve a contemplar. Exhausto y resignado, miré los árboles y las flores de los jacarandás. Bellas y perfectas flores lilas, mecidas por el único habitante de este lugar: El viento cómplice de este eterno círculo. Miré la inmensidad. Observé el despejado cielo azul. Contemplé el horizonte infinito de la calle de los jacarandás y de los sucesivos e iguales escombros y los innumerables edificios en ruinas y las incontables plazas con su inagotable hierba. No tenía a dónde ir.
Me devolví hacia la puerta, la misma por la cual se supone había salido, con dirección a quedarme dentro del departamento con la esperanza de despertar. De que esta pesadilla acabara de una vez. “Esto no es real”. Me repetía una vez tras otra. “...No nos dejes caer en la tentación…” Seguían las voces reproduciéndose en mi mente. Abrí con ambas manos la puerta y en la muralla de concreto azoté mi cabeza. Lo haría hasta callar las voces. Los poros de cemento del muro cortaban mi frente y la sangre que escurría de allí prontamente comenzaba a nublar mi vista, hasta llegar a mi boca.
Subí por la escalera y en la oscuridad, las voces seguían hablándome incesantes. Gritaba que me dejaran en paz mientras sentía como la sangre seguía bajando hasta empapar mi camisa. Cada peldaño que subía me instaba a hacerme más y más preguntas: “¿Qué hago aquí?, ¿Qué es este lugar?, ¿Cuánto llevo aquí?, ¿Quién me tiene aquí?”. Nada tenía respuesta. “...Líbranos de todo mal…” Me susurraban. Pisé el último peldaño. Abrí la maciza puerta y me paré de frente ante el imponente pasillo de luces intermitentes. Comencé a abrir las puertas de los otros departamentos. Todos eran iguales al mío y todos inhabitados.
Estaba cerca de llegar. Mi mano ya se estaba acercando a la manilla, cuando la puerta del departamento se abrió y como una avalancha de energía invisible, un enjambre de zumbidos sin cuerpo llegó a invadirme. Ahora eran millones de voces, gritos, llantos y súplicas estaban retumbando dentro de mi cabeza. Escuché ruegos e incontables rezos. Oraciones en las que se podía escuchar la desesperación por ser oídas. No podía dejar de escucharlas, ni tampoco tenía cómo callarlas, menos aún cómo responderles. Seguían buscando en mí, alguna clase de manifestación, pero mi abatido ser no tenía ni las fuerzas ni alguna idea sensata sobre qué hacer o qué decir.
Entré tambaleante al departamento y me dirigí al baño a lavarme la cara. Quizás por accidente terminaba despertando. Lavé la sangre de mi rostro y me observé detenidamente en el espejo. Mi cara destrozada, sólo dejaba ver una frustración incontenible. El horror de lo que estaba ocurriendo, me hacía querer morir y acabar con esta demencial tortura.
Entremedio de las voces que no cesaban, logré encontrar un espacio privado en mi mente. Me detuve allí, pero ahora, a pensar en el infortunio de quienes podrían estar detrás de aquellas lamentaciones. Estaba sintiendo en carne propia la desdicha que los debía invadir. Sentía el deseo y la necesidad de advertirles de algún modo, que le estaban hablando al sujeto equivocado. A uno muy atormentado y lastimado. Igual o más que ellos.
Apoyé mis manos en los extremos del lavamanos. Fue en ese momento en que las cosas comenzaron a torcerse aún más.
Mi vista se extravió en el reflejo de mis ojos en el espejo. Allí lentamente, un pequeño punto tornasol, alojado en la pupila de aquella reflectación, comenzó a crecer y las voces a silenciarse paulatinamente.
Impávido pero expectante, observaba cómo aquel punto se convertía en una línea multicolor que dibujaba diferentes figuras fractales, tan diversas como únicas. Bellas formas de luces y colores se desprendían sincrónicas de una a otra, y luego, a otra forma. Con una dinámica de movimientos suaves, los fractales se disponían bajo delicados y asombrosos tonos, los cuales sin duda alguna, jamás había tenido la oportunidad de ver algo similar. Algunos fractales se agrupaban y distribuían como la forma de los copos de nieve, otros tan bellos como millones de cristales unidos, que se multiplicaban infinitamente. Rápidamente mutaban y se volvían tal como capítulos de girasol. Luego, parecían ramas que se extendían por el espejo. Todas eran formas perfectamente organizadas que producían una belleza y perfección inusitada, ante el caos y lo impredecible de sus curvas y movimientos. Mientras más observaba, más complejas y cambiantes se volvían las estructuras.
Los fractales con lentitud empezaron a oscurecerse hasta ennegrecer por completo el espejo. Comenzaron entonces, fractales hexagonales fluorescentes a aparecer. No podía creer lo que estaba sucediendo. Tampoco sabía con exactitud qué sentir al respecto.
En cada uno de los millones de fractales hexagonales, comenzaron a reproducirse dentro de ellos, diferentes escenas, y en todas ellas pude reconocerme. Los fractales me fueron mostrando en todas y cada una de las etapas de lo que se supone era mi vida. Cada uno de sus espacios me contenía en todas las edades y en todas mis versiones. Todo niño, joven y adulto que yo había sido, estaba ahí, orando. Todas mis manos entrelazadas y todas las oraciones que había pronunciado a través de mi existencia, comenzaron a manifestarse en los fractales.
Súbitamente, todas las pequeñas cápsulas, comenzaron a desaparecer. Solo una quedó ante mis ojos. Me vi en el centro del único fractal que quedaba, con la misma barba y con la misma ropa que portaba, arrodillado a los pies de una cama orando: “Te ruego Dios mío, ayúdame a entender cómo es que este dolor se hizo tan grande, como el tamaño del mundo...”.
Al verme allí, recordé el sufrimiento y la amargura de no lograr encontrar consuelo ante el dolor. Vi cómo el tiempo se fue convirtiendo en un recordatorio del irremediable avance de la infelicidad. Es así como puede apagarse la voluntad de vivir.
La impotencia se apoderó de mí. Quisiera haber extendido mis manos y haber tomado las suyas. Mostrarle a aquel hombre los momentos que el fractal había dispuesto ante mí como un recordatorio, como una prueba irrefutable de que alguien oye.
Sentí su dolor, que era mi propio dolor. Lo vi secarse las lágrimas y beber sin asco un vaso de cerveza desvanecida con cenizas de cigarro en el. Intenté gritarle. Golpeaba con ambos puños el espejo para que me escuchara. Todo fue en vano, aquel hombre se puso de pie, abrió el ventanal y se lanzó por el balcón. Por este mismo balcón.
Con una herida profunda en mi corazón, salí del baño compadeciéndome de mí y del hecho de que nada podía hacer para ayudar a no acabar con la vida de aquel hombre que soy, o que fuí.
Todos quienes yo había sido, estaban rogando por ser oídos y estaban siendo escuchados y vistos por una sola entidad. Un sólo e inútil dios. Me encontraba entonces, atrapado en las ruinas de lo que fue aquel hombre.
Recomendados
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.
Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión