“Pensar es escribir”, leí ayer en un tweet, dos acciones que últimamente me cuesta linkear. Pienso todo el tiempo, casi de manera compulsiva, pero escribo muy poco de lo que pienso y cuando escribo una idea soy consciente de cómo otra se me está escapando en ese mismo momento, y ya no me concentro en la primera idea sino en las demás que corretean lejos de mi aprehensión como si jugarán a una mancha psicológica donde claramente voy perdiendo porque no puedo atraparlas a todas. Qué extenuante solo pensarlo.
Situación 1: Estoy a punto de alcanzar el bendito sueño y solo quedo pendiente de un hilo de consciencia, ahí es cuando mi cerebro se relaja y comienzan a fluir las ideas. Frases que suenan inesperadamente poéticas, narrativas únicas e irrepetibles, ensayos crepusculares excitantes. La verdadera disyuntiva es decidir entre agarrar el teléfono, escribir aquellos pensamientos (que pueden tal vez no ser tan interesantes por la mañana) y desvelarme por el próximo par de horas, o ceder ante el dios Morfeo y creer ingenuamente que por la mañana recordaré alguna de aquellas frases que en este momento me parecen genialidades dignas de sacrificar un buen descanso.
Desearía poder anotar cada una de las ideas que pasan por la autopista de mi cerebro para luego desarrollarlas como se merecen pero creo que eso va totalmente en contra de lo que realmente debería ser mi objetivo: tomar una sola idea y enfocarme en desarrollarla.
Este aparente temer a la perdida de ideas me suena al mal de época llamado FOMO (Fear of missing out-Miedo a perderse algo) y a la falsa ilusión de poder atender todo, estar en todos los sitios, tener toda la información, ver todas las novedades, estar al tanto total y absolutamente de la actualidad todo el tiempo y en todas partes gracias a las redes sociales. La omnisciencia como mandato social atada al uso del smartphone como herramienta esencial para alcanzar dicho objetivo.
Situación 2: Estoy escuchando un podcast de dos mujeres que analizan apartados filosóficos que me interpelan. En medio de la escucha una tesis me asalta mientras voy caminando hacia la parada de colectivo. Otra vez me enfrento a una encrucijada: frenar el paso, abrir las notas, teclear la idea y llegar tarde a donde sea que esté yendo, o continuar oyendo atentamente el debate mientras llego a mi meta y espero tener algún futuro momento de tranquilidad que me permita retomar la escucha para poder asentar de forma escrita dichos pensamientos. Pero cuando llego a la esquina me doy cuenta de que perdí en el camino la idea original, me ausenté ante el hilo de la conversación teórica que pasa por mis oídos y el colectivo pasa frente a mis narices estando a una cuadra de distancia de la parada. Qué irónico.
Por supuesto que no me es ajeno este propósito disparatado de consumirlo todo a través de una pantalla como si fuese algo realmente posible, pero lo mantengo a distancia tratando de ser responsable con mi propia salud mental. Lo que no logro mantener a raya es la presión que me autoimpongo como presunta escritora de intentar plasmar en una variedad de textos cada pensamiento que creo digno de capturar, analizar y construir discursivamente bajo la hipotética impresión de que puede resultar de interés tanto para mí como para algún otrx. Ufff, qué agotador.
Terapia mediante aprendí que la solución es renunciar al intento inutil de poseerlo todo incluso las propias ideas. ¿Soltar? no, elegir, ordenarse, disciplinarse. Y no, no es tan fácil, por eso claramente necesito ponerlo en palabras para instruir a mi cerebro que así sea.
Esta reflexión es eso, un experimento de mi cerebro. Pero también es una decisión, escribir para pensar, sin importar para quién, pensar y escribir, escribir a partir de un pensamiento que vale la pena ser desarrollado sin tanta teorización, escribir como punto de partida para pensar nuevas ideas.
*Imagen IA.
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