Hay pocas cosas que engañen a la percepción como el paso del tiempo. El desfasaje entre la imagen mental de los espacios habitados y su realidad actual suele ser un abismo en el cual perderse repercute directamente en el alma de quienes hemos permanecido en ellos por un período demasiado largo. Sin embargo, el cambio también resignifica poniendo en valor a los recuerdos que hemos construido y acomodado quirúrgicamente en la bitácora cerebral. No siempre lo nuevo destruye, aunque a veces se deshaga en olvidos, dolores pasajeros y sesiones de terapia prolongadas por la angustia o la resistencia emocional. En todo caso, la historia se abre paso entre los restos de quienes fuimos para edificarse en la modernidad y la tendencia que, casi inevitablemente, culmina en su desaparición.
Al igual que con las personas, no es necesario atenerse a las normas de la nostalgia para reconocer el valor adquirido por ciertos elementos a partir del solo hecho de haber estado ahí, presentes significativa o insignificantemente entre los paisajes de nuestra cotideaneidad. Hablo de esos lugares que nos orientan cuando el nombre de una calle ha sido arrancado del cartel por las manos del vandalismo intransigente o borroneado por la erosión propia del avance temporal. Los cafés en los que nos sentamos cuando había que quemar los minutos entre materias de la facultad, los bares que mezclaron las anécdotas de amigos con el calor del alcohol y el cigarrillo en las gargantas, las puertas que observaste con cariño mientras caminabas hasta el trabajo y esas fachadas art-déco que solo te llamaron la atención cuando se convirtieron en montañas de escombro listas para ser reemplazadas por edificios de departamentos apretados e incómodos pero insoportablemente rentables.
¿Qué habrán dicho los griegos cuando transitaban entre las columnas del Partenón?¿Pensarían en que siglos después las observaríamos embobados con la admiración y curiosidad de quienes apenas comprenden su dimensión histórica o simplemente caminarían entre ellas de manera indiferente, preocupados por la inmediatez y guiados sólo por su coyuntura y lo fugaz de su existencia?. Dudo que los Jardines de Babilonia o la Biblioteca de Alejandría fueran apreciados por sus vecinos como las maravillas que elegimos sostener que fueron y si, efectivamente, lo hicieron; no creo que intuyeran el impacto simbólico agregado por los milenios, su progresiva desaparición y nuestra casi imposible capacidad de recreación visual. Porque lo que no se puede reconstruir fidedignamente, se idealiza a partir de una interpretación incompleta.
Hablamos sobre la profundidad de la existencia y el destino. La curiosa relación que mantenemos con la gradualidad del contexto diario y el cariño inconsciente con el que transitamos la rutina sin darnos cuenta mientras nos rodeamos de pequeños rituales para sostener lo conocido y aferrarnos al camino incierto que conlleva la esperanza de elegir un rumbo. Será la evocación, tal vez, una forma de evasión para escondernos de lo inesperado. Una suerte de meditación a través de la melancolía que nos protege de los nuevos desencantos para envolvernos entre los algodones de lo que nos hizo felices. A veces la memoria es herida abierta, pero también una manera de curarla.
Intentar el ejercicio del recuerdo cuando la imagen mental se vuelve borrosas es un método efectivo pero doloroso. Efectivo porque la memoria reacciona devolviendo nitidez a las imágenes y claridad a los sonidos pero peligroso porque completa historias sesgadas por la negación, la tristeza o el desinterés. Es difícil no chocar con la melancolía cuando se revisita lo que alguna vez se fue y hay que preparar el alma para enfrentar las caras, voces y contextos que nos construyeron emocionalmente. Ahí, donde espera el olvido, también esperan el amor, el odio, el dolor y la violencia. Se juntan lo que fuimos, lo que somos y lo que no quisimos ser. Nos permite observar el accionar de la suerte entendiendo sus consecuencias y determinar el daño colateral. Es el poder de arreglar las grietas, aunque el daño ya esté hecho.
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