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El Fenomeno de Alfredo

Sep 22, 2024

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El Fenomeno de Alfredo
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Alfredo Casares vivía con la pasión a flor de piel, como quien lleva la sangre del caballo corriendo por las venas. Desde chico, el hipódromo fue su refugio, su catedral. Allí, entre el polvo levantado por los cascos y el murmullo nervioso de los apostadores, descubrió que el verdadero arte no se encontraba en los libros, sino en el giro perfecto de un pura sangre cuando toma la curva de la última recta. El turf no era solo su vida, era su forma de trascender, de existir en un universo donde todo se mide en el vibrar del cronómetro y el crujir de los boletos rotos.

Conoció a Fenómeno en una tarde de lluvia torrencial, cuando nadie más que él se acercó a los establos. El potrillo era todo lo que un hombre podía soñar: piernas largas, musculatura poderosa y esos ojos inteligentes que le daban un aire de nobleza superior a los demás. “Este es el mío”, se dijo Alfredo, sintiendo que había encontrado a su otra mitad. Desde entonces, su vida cambió. Fenómeno, bautizado así por la intuición de una grandeza que aún no se había revelado, no tardó en justificar su nombre. Fue de victoria en victoria, y con cada triunfo, el vínculo entre el caballo y Alfredo se volvió más profundo, casi mítico.

Cada carrera era una sinfonía. El brinco inicial, el despliegue en la recta opuesta, el cruce hacia la curva de los quinientos, donde Fenómeno desplegaba ese remate inolvidable, dejando a los rivales con la vista nublada por el polvo. Era un caballo nacido para las hazañas, para el aplauso de las tribunas y los flashes de las cámaras. Pero para Alfredo, Fenómeno era más que un campeón. Era el amigo que le entendía sin palabras, el compañero de tardes solitarias en los boxes, donde se hablaba de la vida y de la muerte sin el eco de los festejos.

El gran día llegó, como llegan todas las cosas importantes, sin aviso. El Gran Premio Nacional, el sueño de todo propietario, de todo jockey, de todo caballo que alguna vez había sentido el calor del partidor. Fenómeno, en el apogeo de su carrera, partía como favorito absoluto, con los diarios ya anticipando una victoria apoteósica. Alfredo se paseaba nervioso por los palcos, apretando entre los dedos el boleto, aunque no por la apuesta, sino por el ritual. Sabía que esa carrera no sería una más. Fenómeno lo sabía también. En sus ojos había algo distinto esa tarde, un brillo que Alfredo nunca había visto. Como si el caballo presintiera lo que estaba por venir.

La carrera arrancó como tantas otras, con ese grito sordo de la multitud cuando las puertas del partidor se abrieron. Fenómeno, con la silueta inconfundible de su jockey, tomó la punta en los primeros doscientos metros. Alfredo veía todo desde su rincón en la tribuna, ese lugar que había convertido en santuario cada vez que su caballo corría. Todo marchaba como siempre, con Fenómeno adelantándose al resto en la mitad de la recta. Pero algo cambió cuando llegaron a los mil metros. Un tropiezo apenas perceptible, un movimiento extraño en sus patas delanteras. Alfredo, con el corazón en la garganta, sintió que algo estaba mal.

Fenómeno seguía, pero no con la misma gracia, no con la misma potencia. Lo vio luchar contra el dolor, con la nobleza de quien sabe que no puede fallar. Lo vio darlo todo, incluso cuando ya no podía más. Y lo vio caer, a solo metros del disco, con ese sonido seco que rompió la euforia de la tribuna en un silencio brutal.

Alfredo corrió al campo como un loco. Atravesó la pista mientras los mozos intentaban contenerlo, pero nada ni nadie podía detenerlo. Fenómeno yacía en la arena, respirando con dificultad. Sus ojos, esos ojos que tantas veces habían hablado más que las palabras, lo miraron por última vez. “Lo diste todo”, le susurró Alfredo, arrodillado junto a él. “Más de lo que nunca te pedí”. El veterinario llegó, pero Alfredo sabía lo que venía. El sonido del disparo fue suave, casi piadoso. Y con eso, el campeón dejó de sufrir, y el corazón de Alfredo se rompió para siempre.

Fenómeno murió como vivió, entregando hasta el último aliento en la pista. Para muchos, solo sería una anécdota trágica en el mundo del turf, otra estrella que se apagaba demasiado pronto. Pero para Alfredo, fue el cierre de una historia que trascendía la carrera, el premio, la gloria. Era la pérdida de un amigo, de un hermano que lo había acompañado en cada paso de su vida. Los caballos no son solo caballos, pensaba Alfredo esa noche mientras miraba el establo vacío. Son fragmentos del alma de quienes los aman, de aquellos que entienden que la verdadera victoria no está en el disco, sino en la lealtad compartida, en el galopar juntos hacia el horizonte, aún cuando ese horizonte ya no exista.

Matias Perez Hidalgo

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