Cada vez que me siento a escribir en mi libreta —esa que guarda cicatrices de tinta corrida, frases truncas, papelitos pegados como parches de un cuerpo que no quiere morir— siento que no lo hago en soledad. Las páginas arrugadas, los borrones torpes, los subrayados al azar son apenas la superficie: lo que late detrás es otra cosa, una procesión de presencias que aprendí a reconocer desde niño.
En aquellos años, con el rostro pálido y un flequillo que todavía me acompaña como si fuera un recordatorio de mi infancia, yo aseguraba a mi abuela que los fantasmas se escondían detrás de la cortina, que un monstruo esperaba bajo la puerta del placard para lanzarse sobre mí en cuanto cerrara los ojos. Ella sonreía, me acomodaba las sábanas, pero yo sabía que al apagar la luz, las criaturas respiraban. Tenían paciencia, sabían cuándo atacar, elegían el momento exacto de mi vulnerabilidad. Era casi telepatía: me leían el ánimo, se alimentaban de mis miedos.
Los años pasaron, cambié de cortinas, de placard, de habitación, incluso de país. Pero ellos me siguieron. Y ahí surgió el verdadero problema: ya no tenían dónde ocultarse. Las nuevas persianas no concedían la teatralidad de una sombra, el placard abierto no ofrecía escondite, debajo de la cama no había hueco. Fue entonces cuando abandonaron su antigua estrategia de acecho silencioso y decidieron acompañarme de otra forma: siguieron mis pasos, se desplazaron a mi costado, siempre a una distancia prudente, como viejos amigos que no necesitan máscara.
Extrañaba, sin embargo, que se quedaran en un solo lugar. Había aprendido a convivir con ellos en la habitación, sabía dónde buscarlos. Cuando se volvieron errantes, supe que algo había cambiado. Los comencé a necesitar de una manera distinta, más íntima. Porque, en mis noches más densas, cuando el mundo parecía volverse intolerable, eran ellos quienes me sostenían. Había momentos en que me tiraba en la cama con la urgencia de un náufrago y abrazaba a esos monstruos como si fueran la única madera flotando en un mar oscuro. Y había veces, también, en que un fantasma se quedaba conmigo, en un silencio absoluto, escuchándome sin juzgar, sin aconsejar, apenas estando, y en ese estar encontraba un extraño consuelo.
Con los años dejaron de llamarse “fantasmas” y “monstruos”. Adoptaron otros nombres, se disfrazaron de otras formas, crecieron conmigo. Y un día comprendí algo más inquietante: todos cargamos con ellos. Los míos no eran excepción, sino parte de una multitud silenciosa que acompaña a cada persona. Pero callamos. Hemos pactado socialmente fingir que no existen, que nadie escucha voces en la penumbra, que nadie siente pasos invisibles detrás suyo. Fingimos, porque reconocerlos sería aceptar nuestra fragilidad.
Hoy, cuando tomo la libreta y empiezo a escribir, ellos regresan. Cada palabra que nace es una negociación: a veces consigo espantarlos con frases que los vuelven inútiles, otras veces son ellos quienes me toman la mano y me dictan lo que debo poner, como si se apoderaran del lápiz para recordar que también les pertenece. No sé si aún me siguen por la calle o si solo habitan en mis cuadernos. No sé si se esfumaron o si han aprendido a transformarse en otra cosa.
Lo único que sé —y lo sé en lo más hondo— es que nunca quisieron asustarme del todo. Tal vez solo buscaban lo mismo que yo: ser reconocidos. Tal vez esos monstruos y fantasmas no eran otra cosa que mi propia voz intentando salir, esperando ser escrita. Y en ese juego extraño de presencias y ausencias, en esa coreografía secreta de miedos y consuelos, entendí que incluso las sombras desean lo mismo que nosotros: ser vistas para no desaparecer.
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