Eran las dos de la tarde y aún no había comido nada. Ese era el mejor de los planes: destruir lo dañado, dramatizar lo sentido, privar la acción. Me dispuse a hacer eso: nada. Me quedé tirado en la cama ante la atenta mirada de los penitentes. Mas me consumí en la angustia y la frivolidad; en eso que nunca se escucha y que gira, y gira, y gira.
Y, allí, nadé. Entre el deseo y lo que los penitentes quisieron que fuera: soldado raso. Pero seguí sumergido en el calor de mis sábanas, donde el tiempo no parecía suceder, pero sí atravesarme entre conflictos que alteran el orden: mi orden. Y los conflictos, los litigios, son parte de su plan maestro. Porque existió siempre una verdad inalterable: no andamos solos, los penitentes nos observan.
Nunca más pude apropiarme de mi cuerpo: la cama lo había consumido. Sólo podía verles a ellos apuntando con el dedo. ¿Mi falta de juicio? ¿Quién era? ¿Hacia dónde me dirigía?
Fue entonces que, en el exilio, pude encontrar razones para la insalubridad. Y, denodadamente, caí muerto un día a la vez. Mientras tanto, veía el goce en el rostro de los penitentes, que no cesaban el impetuoso señalar de su dedo índice sobre mi cama desordenada y mullida.
Luego, insípido y bajo miles de kilómetros de sábanas, me percaté de mi vergüenza. Entonces creí que el otro sujeto había muerto. Empero, estaba ahí tirado, sollozando, vulnerable, bajo la mirada altiva de los penitentes, que gozaban e, inclusive, lo golpeaban por lo bajo al otro sujeto, que apenas atinaba a inclinarse.
Así sucedían los tiempos en el exilio, luego de haberme sometido al juicio de quienes me dieron la vida. Pero… los penitentes, ¿existían? ¿Eran, acaso, una simple sombra que rodeaba el ocaso? ¿Quiénes eran? El planeta urbano se cubrió de ocre y anaranjado antes de liberar a las taciturnas luciérnagas del plano eterno, y parece que —todavía en aquellas altas horas— no había conclusiones para su engaño. Simplemente yacían sobre la hechura del mundo: azules, aciagos, inmutables.
En mi cama, con el corazón roto, respiraba con un ritmo cansino y demediado; no obstante, mis sentidos se alteraban ante la presión que ejercían las sábanas y acolchados, frazadas y almohadas. Sentí miedo: estaba solo y oscuro, pero allí dentro sólo hacían veintiún grados. Era confortable, casi placentero. Empero, no había rastros de otredad a kilómetros. Me había olvidado de aquello, lo social; y sentí que nadie más podría quitarme esa pesada carga, esa pesada herencia.
Mientras el otro sujeto intentaba levantar la cabeza, ensangrentado, yo nadaba cada día más profundo con rumbo al abismo, pero nunca lograba alcanzarlo. Hasta que un día, recuerdo, pude estar muy abajo. Tanto, que los penitentes no lograron encontrarme. Entonces me quedé allí y viví por años en el almíbar que contenía el fondo, o el casi fondo (o el nunca fondo) de mi propia cama.
No obstante, hubo un momento en el cual penitentes y humanos rememoraron que en el lecho había otro ser mágico y, pues, no dudaron en exterminarlo, en reducirlo a un pequeño átomo. Así fue que hoy en día vago entre el exilio y lo inhumano, buscando —o encontrando— razones por las cuales salir de mi cama.
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Elías Brizuela
Escritor, periodista y fotógrafo. 28. Me dedico a la comunicación pero escribo por la necesidad de mi alma por contar las otras historias, los otros sentimientos.
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