El espejo
Por Joel Godoy
Se veían las gotas golpeando violentamente el parabrisas del auto. El viento rugía, y una neblina espesa difuminaba la vista de la ruta. Estaba sentado en el asiento trasero, mirando atentamente cómo mi padre se esforzaba por mantener la concentración en el imperceptible camino. Mi mamá estaba en el sitio del acompañante, mirando hacia mí, hablando palabras dulces y temas alegres para tranquilizarme. Sin embargo, aún con mi corta edad, podía percibir el miedo y el peligro.
Luego, ocurrió. El tiempo casi se detuvo, en un segundo lo vi todo. Un auto, que había cruzado de carril, venía en dirección contraria a la nuestra, a unos metros de colisionar con nosotros; mi padre reaccionó virando completamente el volante hacia la derecha. Nos acercamos rápidamente e indefectiblemente hacia un árbol, cuando desperté.
Me levanté bruscamente de la cama, una vez más, tuve esa horrible pesadilla, una tenebrosa jugada de mi mente al recordarme ese hecho tan traumático de mi niñez. Me levanté temblando, y fui a tomar mi medicación. En efecto, estaba hacía ya un tiempo consultando a un psiquiatra, que me diagnosticó con trastorno de estrés postraumático. Han pasado muchos años, creía haber ya superado el accidente, pero la muerte reciente de mi padre y la demencia de mi madre parecen haber gatillado los recuerdos, y obviamente vivir solo en la mitad de una pandemia y una cuarentena obligatoria están empeorando mi cuadro.
Tragué las pastillas. Estaba sumamente agitado y bañado en sudor, al igual que mis sábanas y ropa de dormir. Respiraba velozmente, y sentía una horrenda opresión en el pecho. Por suerte, todos sobrevivimos a aquel accidente, aunque yo estuve varios días en terapia intensiva, y mi pierna nunca pudo recuperarse del todo, lo cual era muy evidente al ver mi renguera al caminar.
Los consejos que mi terapeuta y otra gente me hacía, como salir, verme con gente, hacer actividades, que ya con mi introversión y hábitos solitarios hubiesen sido difíciles de llevar a cabo, en aquel momento se habían convertido en imposibles de realizar con esta situación. Pensé que eso era bueno, al menos ahora tenía una excusa para no tener que enfrentarme al mundo exterior y estar cómodo en mi casa, pero a las pocas semanas me percaté que mi estabilidad mental se deterioraba progresivamente; ahora, dos meses después de declarada la cuarentena, estaba al borde del colapso, sentía que mi cabeza iba a explotar e iba a volverme loco en cualquier momento.
Por lo menos era una casa espaciosa, en la que vivía con mis padres antes de que sus problemas de salud aparecieran. Cuando se fueron, la soledad se introdujo para no irse. Era una casa antigua, con altos techos y puertas. Pasaba la mayor parte del día en la sala principal, donde está mi computadora para trabajar y para disfrutar mis diversas distracciones. También ahí hay una gran biblioteca, donde están todos los libros de mi padre, los cuales cuando era niño y adolescente los consumía como pan caliente, pero ahora como adulto y con responsabilidades, lo había dejado de hacer. Aunque eso era mentira, porque mi tiempo libre lo pasaba viendo series, películas o cualquier cosa que sede mi mente por un rato.
Estuve trabajando en la computadora desde la mañana, en lo que llaman homeoffice. Desde que desperté el cielo estaba nublado, pero por la tarde comenzó a haber una tormenta muy intensa. El viento golpeaba las ventanas con fuerza, aunque no escuchaba truenos. Estaba muy concentrado trabajando, cuando mi internet repentinamente dejó de funcionar. Intenté reiniciar el módem, pero fue en vano; claramente la tormenta tuvo algo que ver, probablemente algún cable se había cortado. Tampoco tenía señal en mi celular, estaba aún más aislado que antes. En parte esto era bueno, al menos el trabajo terminó más temprano, pero sin internet, ¿qué iba a hacer? Mis entretenimientos se basaban casi por completo en ese servicio. Y no podía quedarme sin hacer nada, quería ocupar mi mente con algo, porque ese clima estaba haciéndome recordar el accidente.
Comencé a dar vueltas alrededor de la sala, aburrido y cansado, pero no lo suficiente para dormir. Observé la escopeta de mi abuelo, obviamente descargada, encima de la chimenea apagada. La saqué de su lugar y la observé, lo que generó algunos pensamientos nada agradables: “¿Vale la pena vivir? Estoy solo, completamente solo, casi no tengo amigos, ¿qué es mi vida? ¿Para qué la vivo?” Miré bien la escopeta, podía usarla para matarme, lo cual era una gran seducción; pero no, no podía hacerlo, ni siquiera tenía coraje para eso.
Dejé la escopeta en su lugar, y me acerqué a la biblioteca, al menos podía leer algún libro. Recordé mi libro favorito de mi adolescencia: La Odisea. Soñaba algún día empuñar una espada y vivir en aventuras emocionantes, por más peligrosas que sean. Pero eso eran solo historias, nada real, y menos para mí, que era lo más lejano a un héroe.
Busqué el libro, pero no lo encontré por ninguna parte. Sabía que mi padre guardaba también algunos libros en el sótano, al que no había ido en años. Con pereza, pero también con cierta intriga, fui hacia allá. Abrí la puerta e intenté prender la luz, pero no funcionaba. Estaba exageradamente oscuro, la única iluminación era la de la puerta de entrada, así que encendí la linterna del celular. Decenas de cajas estaban esparcidas por el piso. Continué caminando a través de la oscuridad, topándome con telas de araña y mucho polvo. Comenzaron a irritarse mis cavidades nasales a raíz de la enorme cantidad de partículas en el aire, causando que estornude severamente. Ya estaba sintiéndome muy molesto, ¿qué hacía ahí después de todo? Era solo un libro. Busqué durante algunos minutos alguna caja que me dé alguna idea de todo ello. Encontré una que contenía balas de escopeta, que sedujeron mi atención. La miré fijamente, atraído por la idea del suicidio, embebida con un placer oscuro y morboso, y la agarré.
Finalmente, encontré una caja que decía “libros”. La abrí y vi los títulos, ahí estaba el que buscaba. Dí la vuelta y arranqué mi camino de vuelta, pero tropecé con algo y caí al piso. Lastimé levemente mis manos, pero nada grave. Sin embargo, al levantarme, miré hacia la derecha y una luz me encandiló: un espejo estaba reflejando la luz proveniente de la puerta. Terminé de levantarme y lo observé más detalladamente, era hermoso. Era alto, casi tan alto como yo, rectangular, de marcos dorados magníficamente creados. No podía entender cómo era que tal objeto estaba guardado ahí, junto con cosas viejas e irrelevantes, así que decidí subirlo, junto con mi libro y la cajita de balas.
Dejé la caja de balas encima de la chimenea, y coloqué el espejo frente al sillón, justo al lado de la biblioteca, luego de limpiar el polvo que lo cubría. Me miré en ese espejo durante un rato. Vi mi rostro flaco y pálido, decorado con una corta barba de unos días, mi pelo negro y corto, mis ojos azules, y la cicatriz que tenía en el cuello por el accidente. Observé mis dos piernas, cómo una era mucho más flaca que la otra y era prácticamente recta. Odiaba mi aspecto, nunca fui físicamente atractivo, y por eso siempre estaba tan solo, al menos eso pensaba. Vi la expresión en mi cara, que demostraba tristeza y soledad. “Sos y siempre fuiste un cobarde, Francisco”, me dije a mí mismo.
Recobré el sentido luego de esa pequeña y tóxica charla interna, y me senté en el sillón a leer el libro. Estaba compenetrado en la historia de las primeras páginas, mientras escuchaba que habían comenzado a haber truenos a lo lejos y que la lluvia se había hecho más fuerte. Finalmente, un estruendo me sobresaltó y asustó: un trueno muy intenso había caído cerca. La luz de la casa se apagó durante algunos minutos, pero luego retornó.
Después del susto, me tranquilicé y continué leyendo. Ya la tormenta había calmado, apenas se escuchaba una leve lluvia en el exterior. Sin embargo, comencé a oír algunos ruidos. Me llamaron la atención, pero creí que probablemente era algún mueble o algo así, pero no se detuvieron y, aún peor, se intensificaron. Los sentí con mayor claridad, parecían ser pasos, pasos de alguien apurado. Me asusté, quedé paralizado y empecé a tener palpitaciones. Fui rápidamente al baño a resguardarme, donde me quedé unos minutos. Había dejado de escuchar los pasos, así que con mucho miedo, lenta y sigilosamente me volví a acercar a la sala. No había nadie. Recorrí el resto de la casa, pero tampoco encontré nada. Concluí que debió ser mi imaginación o algo así, así que volví a la sala principal, preparado para volver a leer el libro. Sin embargo, mi tranquilidad se desplomó cuando al sentarme en el sillón oí una voz en frente mío, donde estaba el espejo
—Hola, Marina —dijo la voz, que provino desde él. Miré hacia ahí, aterrado: a través del espejo no estaba yo, sino una mujer, mirando a una computadora. Me quedé perplejo, no podía creer lo que pasaba, no tenía ningún sentido.
—Samanta, ¿cómo estás? —respondió otra voz, pero con la distorsión característica de una videollamada, originándose de los parlantes de aquella computadora. Me acerqué al espejo. A través de él se podía ver exactamente la misma casa, los mismos muebles, absolutamente todo igual, pero yo no estaba ahí, sino esa señorita. Me había vuelto loco, o estaba soñando, o algo. “¿Qué carajo está pasando? ¿Quién es esa mujer? ¿Dónde está… o dónde estoy yo?”, pensaba, paralizado.
—No muy bien. ¿Te enteraste de lo de los presos? —dijo la mujer, que era rubia y muy bonita.
—Sí, escuché que liberaron algunos por la pandemia —respondieron desde la videollamada.
—Tengo miedo, ¿y si liberaron a mi ex, a Francisco? ¿Y si vuelve? No lo podría soportar, no otra vez.
Estaba cada vez más sorprendido. ¿Francisco? ¿Se refería a mí?
—Tranquila, no nos adelantemos.
—No puedo permitir que me dañe otra vez, o dañe a Camila —dijo la mujer rubia.
“¿Quién es esta mujer? ¿Estará hablando de mí? ¿Pero qué pasa?”, pensaba.
—¿Y qué si llamo a la policía y nunca llegan? —dijo la mujer del espejo.
—Nunca me contaste nada de la vida de Francisco —respondió la mujer de la computadora, que sonaba más como una terapeuta que como una amiga.
—Tuvo una vida muy dura, eso te lo aseguro. Cuando él era chico tuvo un accidente de auto.
“¡¿Accidente?!”, grité, “¡están hablando de mí!”.
—Debe haber sido muy difícil.
—Es que él perdió a sus papás ahí —respondió la mujer, lamentándose.
“¿Mis papás? Si ellos no murieron en el accidente, o están hablando de otro Francisco o esto es incluso más raro de lo que pensaba”
—Lo criaron sus tíos, pero no fue lo mejor. Su tío todavía vive, es dueño de un negocio de cosméticos, pero es un hijo de puta.
Mi tío era dueño de un negocio de cosméticos, eso casi confirmaba que hablaban de mí, pero, ¿cómo podía ser yo?
—¿Por qué?
—Lo maltrataron mucho. Él nunca me contó bien cómo fue, pero sé que su casa era un infierno.
—Bueno, eso explica mucho de su comportamiento. Aunque, obviamente, no justifica lo que hizo.
—No, ya sé. Pero —respondió la mujer rubia, que había comenzado a llorar—, hubiese querido que su vida fuese distinta. Yo sé que tiene bondad en su corazón, pero la vida lo golpeó demasiado.
Me quedé escuchando la conversación, que habrá durado una media hora más; luego se despidieron. Estaba en shock, ¿qué era ese espejo? ¿Qué estaba viendo? ¿Por qué dice que mis padres están muertos? Tenía que ser una broma o me estaba volviendo loco. Me acerqué al espejo, que tenía en su marco una inscripción: la foudre vous emmènera dans une autre vie. Yo sé francés, entendí perfectamente lo que significaba: un rayo te traerá otra vida. Ahora miré el vidrio, que tenía un aspecto extraño, casi líquido. En ese momento, me percaté de lo que ocurría, “¡es otra dimensión, mierda!”, grité, con una mezcla de emoción y miedo. “¿Otra dimensión? ¿Sos boludo? Eso es imposible”, volvía a pensar, incrédulo. Una vez que cortó, apareció, proveniente del pasillo donde están las habitaciones, una niña de unos nueve años.
—Mamá —dijo la niña—, ya terminé la tarea, ¿puedo ir a ver la tele?
Esa niña se parecía demasiado a mí… casi como mi hija. ¿Mi hija? Yo no tengo una hija, no podía ser eso. “Entonces… ¿es otra dimensión? Una en la que tengo una hija y mis padres murieron en el accidente?”.
Pasaron las semanas. Creía haberme vuelto loco, pero gradualmente comencé a aceptarlo como real. Era un portal hacia otro mundo, en el que mi vida había sido completamente distinta por una desgracia aún peor de la que yo había vivido, en la que mis padres murieron cuando niño. Ellas no podían verme, pero me avergonzaba mirar por ahí, me sentía un voyeurista horrendo; no obstante, no podía evitarlo. Durante todo ese tiempo pude observar mejor a la mujer, que se llamaba Samanta. Usaba lentes, tenía cabello rubio y ojos marrones; era delgada, pero sentía una vigorosidad muy grande que irradiaba de ella, algo que era dificultoso describir; a pesar de haber sido golpeada por la vida, demostraba tener mucho coraje. Y la niña, Camila, ¡se parecía tanto a mí! O más bien, a mi otro yo. La misma forma de la boca, la misma forma de los ojos, incluso el color celeste de estos. Y era tan dulce y cariñosa, eso sí que no lo sacó de mí. Con ellas, algo nuevo había entrado en mi vida, volví a sentir esperanza.
Quería con todas mis fuerzas pasar y abrazar a esas dos mujeres. La apariencia semilíquida del espejo quizás significaba que podía traspasarlo, pero tuve miedo. ¿Qué pasaría si no podía volver? ¿Y qué si no me aceptaban? Además de que había estado espiandolas durante semanas, lo cual no era muy sano, soy un rengo horrendo, ella nunca se fijaría en mí. Adicionalmente, una persona ahí tenía mi documento exacto, ¿cómo iba a manejarme ahí? En ese mundo tenía antecedentes penales, y también, ¿si mi otro yo volvía? ¡Me iba a matar! Preferí quedarme cómodo y seguro solamente observando porque, a pesar de haberme enamorado de Samanta, tenía mucho miedo.
Sin embargo, una noche, mientras observaba a Samanta y Camila en la sala de estar, ocurrió lo peor. Golpearon la puerta.
—¡Samanta! —dijo un hombre detrás de la puerta— Soy yo, abrime.
El rostro de Samanta mostraba signos inequívocos de horror.
—¡Francisco! —respondió, abrazando a su hija, como protegiéndola— No, ¿qué haces acá? Vos estabas en la cárcel.
—Me liberaron hace una semana. Dale, dejame pasar.
Mi corazón palpitaba. ¿Debía intervenir? No quería intervenir, ahora sí era muy peligroso. Pero tampoco quería que ese bruto les hiciera daño, no sabía qué hacer.
—No, no te voy a dejar pasar. Y si no te vas, voy a llamar a la policía —respondió temblorosa, aunque intentando mantener una voz firme.
—Perdoname Samanta por lo que te hice. Fue efecto del alcohol, yo no soy así, ya cambié, ya lo dejé.
—No voy a caer otra vez en lo mismo. Andate ya.
—No me hagas esto, al menos dejame ver a Camila.
—No, no tenés derecho después de lo que nos hiciste. Sos un violento de mierda, andate de una vez.
—¡Te digo que me abras! ¡Esta es mi casa, la heredé de mi viejo! ¡Devolveme a mi hija!
—¡No! —respondió Samanta, sacando su celular, para llamar a la policía, pero de repente se escuchó un fuerte ruido. El hombre derribó la puerta. Observé a mi doble, el Francisco de la otra dimensión; teníamos el mismo rostro, pero hasta ahí llegaba nuestra similitud. Él era más gordo y corpulento; era calvo, repleto de tatuajes y cicatrices, incluyendo la del cuello. Samanta gritó de horror, pero aquel Francisco le dio un puñetazo, y cayó al suelo.
—Vos me metiste en la cárcel, hija de puta, con todo ese cuento del feminismo. No vales nada y nunca lo vas a valer, esto es lo único que mereces —concluyó, lanzándole un escupitajo.
Alzó a la niña, quien lloraba desconsoladamente.
—Sh, tranquila, todo va a estar bien —dijo Francisco a Camila, que seguía derramando lágrimas—, ahora te venís conmigo.
—¡No! ¡Soltala! —exclamó Samanta, intentando detenerlo.
No pude soportarlo más. Estaba por entrar, pero no iba a poder hacer nada contra esa bestia, miré a mi alrededor, y vi la escopeta de mi abuelo encima de la chimenea. Aún funcionaba, podía usarla. La munición aún estaba encima de la chimenea. Puse dos balas en los cañones, temblando pero concentrado. Estaba extremadamente agobiado y apurado por salvarlas. Luego de una inspiración profunda, me metí en el espejo, satisfactoriamente. Lo atravesé, y aparecí en el mundo paralelo. Quienes estaban ahí me miraron, perplejos. Me vi a los ojos con mi doble, quien quedó paralizado al verme, soltando a la niña.
—¿Qué mierda? —dijo el otro Francisco.
Sin pestañear, apreté el gatillo, asesinando a mi doble en el instante.
Samanta y la niña estaban congeladas, sin entender absolutamente nada. Miré hacia el sitio por donde había entrado, había un rectángulo negro que estaba disminuyendo su tamaño, ese era el portal.
—Tienen que venir conmigo —les dije.
—¿Qué? ¿Quién sos? No te conozco, no sé ni qué pasó —respondió Samanta sorprendida y aterrada, aferrada a su hija.
—Si no vienen conmigo, te van a acusar de asesinato. Esta era la única forma de que ya no te moleste.
Samanta vaciló. El portal se estaba cerrando.
—¡No tenemos mucho tiempo! —grité.
Finalmente, Samanta aceptó, y los tres traspasamos el portal. Caímos en la sala principal de la casa de mi mundo. Miré hacia el espejo, ahora solo vi nuestro reflejo, y sonreí.
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