Un lápiz le pidió piedad a su escritor
le dijo que le dejara
que le diera paz
que no aguantaba los escritos
que esas manos magulladas
con tal fiereza plasmaban
en las páginas de ese papel
que tan reseco se hallaba
y que gritaba ensordecedor
los trazos temblorosos del poeta,
del matemático,
del estudiante,
del acongojado espectro
que enraizaba sus manos en la mesa
que golpeaba la cabeza
contra el sueño
que evadía los brazos de la noche
que sorbía sus problemas en la taza de café.
El papel se estremecía
gritaba y se retorcía,
al lápiz le observaba,
al escritor le temía,
cansado, también pedía
un poco de soledad,
una hora de descanso,
más de su voluntad,
un solo soplo de aire
que limpiara sus heridas
que escurrían su sangre negra
limpiando el suelo de soledad.
Pidiéndole a toda fuerza
se contrastase a la persistencia
de esa cruel vaga presencia
perdida en sus divagaciones
que castigaba a latigazos
a esas pobres almas cautivas
que daban la vida en sus versos
en sus prosas mal hechas,
que permitían hacer con ellas,
esperpentos de la naturaleza
que les crecía como maleza
en sus esperanzas desteñidas.
Clamaba el lápiz destrozado
por la clemencia de su captor.
El atisbo de esperanza
del abismo avasallador
era el escrito deslucido
y carente de color
que le obligó a recorrer kilómetros
sin salirse de sus líneas
formando palabras frías
que le lisiaran la tinta
que le drenaran la sangre
que le rompieran el cuerpo.
Las manos del escritor
le apretaban con tal fuerza
que sus entrañas cedían
al peso de su dolor
perdidas en el clamor
de su destreza vacía.
Cuando el escritor calló
cuando ya no hubo más palabras
el lápiz, acongojado
ciego de su libertad,
aprendió que había colmado
con su sangre al negro vivo
mientras estaba cautivo
poemas de felicidad.
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