No era la primera, ni la segunda, ni siquiera la quinta vez que Darwin pasaba la tarde saboreando su tesoro: una hebra delgada de metal oculta bajo su lengua áspera.
Los guardias, pobres bestias de rutinas predecibles, parecían convencidos de que cada uno de sus escapes sería el último. Se les notaba en la forma cansina en que cerraban los cerrojos, en los bostezos mal disimulados mientras lo vigilaban. Darwin no los culpaba; después de todo, ellos también vivían atrapados en la jaula mental de la rutina.
Había vivido resignado en aquella celda demasiado tiempo, tanto que el origen de su encierro se había perdido en algún pliegue de su memoria. Sin embargo, cada vez que el viento traía consigo un aroma desconocido —a tierra mojada, a savia fresca—, algo antiguo despertaba en él. Una punzada de hambre, de otra vida.
Cuando caía la noche, la oscuridad descendía como una vieja aliada, una manta rasgada bajo la cual las sombras danzaban y los guardias bajaban la guardia. Lo observaban, sí. Él lo sabía por el crujir furtivo de botas gastadas más allá del pasillo. Pero observar no es entender.
Darwin se había tomado su tiempo. Semanas, quizá meses, desmenuzando con la mirada cada gesto, cada torpeza: las llaves que tintineaban, los cerrojos que a veces quedaban a medio girar. Había visto el desgaste en las bisagras, había olido el óxido en las barras. Mientras ellos dormitaban en su ignorancia, su mente trabajaba como un músculo tenso.
Esperó, agazapado en su rincón favorito, donde la sombra era más densa. Cuando las luces parpadearon y el murmullo de las radios se apagó como un suspiro, Darwin escupió con destreza su herramienta plateada en la palma callosa.
Insertó la hebra en la cerradura con precisión casi ritual. El metal frío vibró bajo sus movimientos sutiles, buscando el latido oculto de la cerradura. Un leve clic rompió el silencio como una promesa.
La puerta se rindió.
Sin prisa, saboreando el momento, Darwin se deslizó al pasillo. El suelo bajo sus pies desnudos era áspero y tibio. El aire olía a piedra mojada, a electricidad contenida. Un zumbido lejano, quizá de una máquina olvidada, marcaba el pulso de su avance.
El mundo se abría ante él.
Llegó a los patios exteriores, donde la humedad hacía resbalar la piedra. Un movimiento veloz, ágil, casi instintivo, lo llevó hasta la valla. Trepó sin esfuerzo, sus dedos —más gruesos y flexibles de lo que uno esperaría— se aferraban a la malla metálica con una seguridad animal.
Ya casi.
Un ruido detrás. Un grito, luces cegadoras, pasos apresurados. Había sido un roce quizá, una rama quebrada bajo su peso. Maldijo en silencio.
Corrió, sintiendo los músculos tensarse, la sangre golpeando en sus sienes. Pero las manos lo alcanzaron. Fuertes, demasiado numerosas. Forcejeó con furia, un rugido sordo escapando de su garganta.
Un pinchazo en el costado. Luego, la somnolencia.
En medio del aturdimiento, oyó la risa de uno de ellos, ronca y resignada.
—Este maldito orangután lo ha vuelto a hacer.
Mientras lo arrastraban de regreso a su jaula, Darwin, con su visión nublada, pensó en el aroma de la lluvia allá afuera.
Pensó que tal vez, algún día, volvería a alcanzarlo.
Sobre su jaula, un cartel oxidado colgaba torcido: "Criado en cautiverio".
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