El ermitaño abre la puerta de su habitación y comienza su día.
En el baño, se lava la cara y se mira en el espejo pero no se encuentra. Encuentra pedazos de piel que forman su cuerpo humano.
La cara del ermitaño llora pero sin lágrimas.
—Anoche soñé que moría —le dice un ermitaño al otro. El otro sonríe, porque sabe que está mintiendo: no soñó que moría, soñó que se suicidaba.

Desde su Cueva oscura, saltó por la ventana. El ermitaño soñó con eso: una Cueva, una ventana y un salto.
—Anoche soñé que me suicidaba —le dice el otro ermitaño al ermitaño.
Soñó que se suicidaba y la policía lo interrogaba:
—¿Por qué se suicidó?
Al ermitaño lo conmovía hasta a las lágrimas que lo trataran de Usted. Lo hacían sentir el Ermitaño con mayúscula, y no el ermitaño minúsculo que era.
—No sé —contestó—. Estaba muy cansado y no podía respirar.
Porque en su Cueva, en su cuevita, el ermitaño llora, y cada vez que toma aire para seguir llorando, se va vaciando de oxígeno el lugar, y la Muerte se va sintiendo a gusto, y se aparece en las esquinas y en los cuadros de las paredes.
Una vez se apareció la Muerte y le abrió la ventana. El ermitaño la miró de frente. Era linda y bajita la Muerte.
—¿Qué hace, señorita? —le preguntó el ermitaño.
—¿Por qué no te suicidás y dejás de llorar? —le dijo la Muerte.
—¿Y cómo? —le preguntó el ermitaño.
La Muerte abrió más la ventana.
—Tirate.
—No quiero bajar, quiero subir. Una escalera al cielo.
—Para subir hay que bajar.
Ese día el ermitaño se durmió pensando que la Muerte tenía razón. La Muerte-niña era linda, bajita e inteligente, y además no tenía dudas de lo que venía después, así que tenía que tener razón. A menos que le hubiese mentido, pero por qué le mentiría la Muerte a él, el ermitaño. La Muerte no perdería el tiempo mintiéndole a alguien tan fácil de engañar.

Entonces se durmió y soñó que se tiraba y lo molestaba la policía. Se despertó, se lavó la cara y le habló al reflejo-ermitaño de él mismo: el ermitaño. El ermitaño se acordó entonces de su sueño y le contó al otro. El otro le dijo:
—Y ahora que ya probaste, ¿por qué no lo hacés?
El ermitaño de la Cueva estaba solo, de pie, frente al espejo. Había probado en sueños lo que era morir, pero no había muerto, estaba vivo y se había dado cuenta de por qué seguía ahí. Tenía una respuesta. Ahora todo era claro para él.
—¿Por qué no vas y te matás? —le volvió a preguntar el otro.
—Porque no quiero —dijo el Ermitaño—, porque no me quiero morir.
Se secó la cara con la toalla, bajó a la cocina y se preparó dos tostadas y un café. Les puso mucha mermelada de durazno. Las probó y sintió que eran dulces y maravillosas.
*
Texto de Miguel Bruno
Ilustraciones de Malena Gala
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Comprar un cafecitoMiguel Bruno
Escritor y psicólogo. Coordino talleres de escritura. Formo parte de revista GRÜÑE, publicación en formato físico y espacio de resistencia artística.
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