Es octubre
en la humedad de una cocina
que ya no conozco.
Revivo esa faceta de pendejo
a la que mi viejo se aferra;
retrae su sonrisa, me muestra el sedal:
cuelga en su mano un dorado amarillo y espinoso,
en la otra una birra bien fría y espumosa.
Me mira como siempre, se pone a pensar...
él viste de jean y se inclina, pendenciero,
en la cubierta de un Fiat tipo, de los años ochenta.
Mi viejo posa para él, nada le ahuyenta, salvo
quizá la sosa y cruenta pata de su posteridad.
Es un viejo canchero…
siempre usa su gorro disparejo y andrajoso.
Lo postra hacia su oreja mirándose al espejo,
porque toda la vida quiso ser distinto a los demás.
Pero sus ojos tristes lo delatan, y sus manos…
que penden de la tanza tanto como el dorado.
Y esa birra aguada que a ratos sorbe, que yo no trago.
Viejo, qué decirte… si yo te amo.
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