Desde pequeña tengo el don —o la maldición— de cruzarme con personas que odio, y siempre en situaciones de las que no puedo zafarme. Hoy confirmé que ese don sigue vigente, para mi desgracia.
Si no fuera porque salí tarde del trabajo, gracias a mi queridísimo jefe, no estaría ahora sentada en la vereda con las rodillas raspadas. No logré alcanzar el último colectivo; en cambio, ofrecí un espectáculo gratuito en plena avenida. El taco de mi bota se rompió, y caí de rodillas frente a todos. Por suerte solo fue un esguince en el tobillo y no terminé atropellada por un taxista malhumorado.
Ojalá la desgracia terminara ahí pero el universo tenía otro plan para mí. Ahora estoy siendo atendida por la última persona en el mundo de la que querría recibir ayuda. Mi dulce vino caducado.
Caminaba sin esperanzas, resignado, rumbo al mismo bar oscuro de siempre en San Telmo, donde la música es tan fuerte que uno no puede ni pensar. No esperaba nada especial esta noche, hasta que la vi. Ella. Mi dulce uvita.
Su pelo salvaje, mechones rubios desordenados que tantas veces sostuve con mis dedos, era inconfundible. La vi corriendo con furia hacia un colectivo que ya se iba. Una escena sacada de una comedia barata... hasta que la vi caer de golpe en medio de la calle.
Sin pensarlo crucé y la levanté antes de que cualquier gil la atropellara.
Vi que abrió la boca, lista para decir algo, pero se quedó en silencio. Nos quedamos así, quietos, mirando. En sus ojos verdes encontré, una vez más, mi reflejo.
No intercambiamos palabras. Solo la ayudé a sentarse en el cordón. Toqué su tobillo, sabía que estaba lastimado, era obvio. Lo que no esperaba era sentir este dolor familiar en el pecho cuando toqué su piel.
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