La gallina de mamá había puesto 3 huevos de los cuales nació solo un pollito diminuto, los demás, se pudrieron al sol. A ese ser le puso mi nombre, un nombre corto, común, olvidable. Sentí que se me desdobló el alma en esa bestia.
“Que animal tan inmundo” pensé mientras que, bajo una mentira piadosa, viajaba hacía la gran ciudad.
“El diablo duerme en Corrientes” vomitaba mamá cada vez que yo insistía en ir a Buenos Aires, cortando los cuellos de las elegidas de la granja. El pollito seguía diminuto en el pasto, empujado por las señoras que paseaban bajo el sol, cayendo por los cardos altos, apartados. En el fondo de la escena pero estando ahí, dando tanta lastima que a veces lograba que alguna se apiadara de él, refugiándolo en su pecho, dando picotazos a las otras que con recelo se acercaban a violentarlo con sus garras.
Me alegraba, me complacía verlo así, compartido, huérfano y abandonado.
Olor a orín y podredumbre me recibían cuando bajaba del tren. Miles de rostros compungidos, llenos de bronca, luces rojas, autos, locos, papelitos de putas, viejos verdes, flores, chipa, café, monedas, súplicas. Extrañé el campo un segundo, pero solo eso, un suspiro de olor a bosta, los cacareos y la cuchilla de mamá cortando hueso en su gran tabla de madera. Pero fue solo un momento de debilidad, me conocía y también conocía el odiar el hogar, tanto que a veces no se borra la nostalgia, aunque queramos desconocer la tierra que nos parió.
Diciembre, el calor era agobiante, sentía las piernas húmedas, la gota bajaba por mi nuca y se perdía en mi espalda. Iba a quedarme en una habitación cerca del Obelisco, no había salido mucho, y el dueño me había bajado el precio por ser una de las nacidas de aquel páramo olvidado, y por mostrar las tetas en mi foto de perfil.
“De joven yo también me escapaba para acá… Buenos Aires es diferente, te invita a ser genuino en lo que deseas, pero vos cuidate, nena, que sos muy de campo, la ciudad te va a devorar” me dijo cuando llegué pasadas las 22hs.
Una cama, un ventilador, un baño.
“¿Qué estará haciendo el pollito ahora?” pensé. Me sentía diminuta en aquel cuarto de metro por metro y sentí como la ropa me era demasiado suave, demasiado pomposa, cómo si se me derritiera sobre la piel, hueca, ligera.
La noche no era fresca como en el campo, se sentía pesada y me oprimía la cabeza, por primera vez me había puesto una pollera corta, tan corta que mamá me hubiera amenazado con la rama de paraíso si me veía, pero ella no esta ahí, tenía al pollito para recordarme.
Caminé entre la gente que salía para los bares, para los boliches, para perderse. Vi el Obelisco, para ser sinceros, no me sorprendí mucho, pensé que me iba a cambiar la vida, una revelación, pero me decepcioné. Una reunión con banderas de futbol, muchachos gritando como los verracos cuando penetran una chancha o cuando son sacrificados por violar una muy joven. El animal grita de la misma forma, sea en el sexo o en la muerte.
Corrientes se deslizaba como una serpiente emplumada, colorida, vibrante. Libros viejos, discos, risas, mujeres con plumas, pizza, hombres, muchos hombres.
Al llegar a calle Reconquista una brisa fría me abstrajo del éxtasis, comencé a salivar. “El diablo duerme en Corrientes” escuchaba mientras se abría una puerta en medio de un bar oscuro y una librería cerrada. Parecía cerrada hacía mucho tiempo, “sin PAN y sin TRABAJO” se leía en el cartel pegado en su puerta.
Mi piel se estiraba, contraía, palpitaba mientras entraba a ese pasillo largo, las luces eran tenues, y la música abrumadora. Sabía que era ese olor. Sexo, piel, sangre.
Estaba desnuda en un sillón que se desplegaba en la pared izquierda del lugar, podía asegurar que era un cocodrilo gigante que dormía bajo mis piernas, su respiración me cosquilleaba en los muslos, me sentí avergonzada, las súbitas ganas de rezar hicieron que mis dedos comenzaron a apretar bolitas fantasmas de un rosario inexistente, “padre nuestro que estás en los cielos…”
Había una sola mesa, un rectángulo de vidrio sostenido por personas agazapadas, desnudas, con colas gatunas que se enredaban entre ellas, el gran baile del Rey de las ratas. Miles de puertas se desplegaban, todas abiertas, pequeños shows, mundos secretos que se abrían a mis ojos. Piernas abiertas, piernas cerradas, desnudas o por sobre la ropa, penes de carne o plástico, culos, tetas, bocas, bolas de metal, látigos, cuero, clavos, sangre.
La boca me seguía salivando, se mojaba mi pecho, bajaba hasta mi ombligo, sentía toda mi débil humanidad temblar en aquel reptil dormido.
Una visión, una puerta diferente, una mujer manchada, alada, plumifera se escurría por las luces y el oxígeno.
“¿Querés entrar?” me preguntó mientras tomaba mis manos, me guiaba hacía el interior, como si fuera un globo, me dejaba llevar. “Te esperé mucho tiempo, pensé que no ibas a llegar” sonreía mientras me sentaba en una cama pequeña, como la de un niño.
El colchón tenía barro, piedras, pasto.
“Shhh” murmuraba mientras me tapaba los ojos, seguro vio mi alma en llamas y temió que me incendiara en su lecho. Su mano libre bajaba por mi boca y temí que le diera asco mi condición. La saliva simplemente no paraba, pero ella siguió como si nada, la escuché reír, la escuché gemir mientras mordía mi hombro, y en ese momento sentí que había nacido para morir en su boca, con esta mujer rapiña, con el pasto y las rocas debajo de mis uñas, clavadas en mis palmas.
La granja, el pueblo, mamá, las gallinas, el puto pollito se encontraban ahí, mientras me devoraba los muslos. Parte por parte, los dientes, la carne, el sexo, el olor, el orgasmo de ser amada por un desconocido.
“¿Qué pensás que está haciendo el pollito ahora?” jadeó el buitre mientras besaba con sus dientes mi pecho, desgarrando mi piel, abriendo surcos, dibujando un mapa oscuro, justo sobre el corazón, llevándome a un trance del cúal me costaría volver, el pobre órgano estaba cada vez más cerca del límite.
Estaba tumbada, la cabeza caía por el borde de la cama, había personas admirando la escena, algunas con lágrimas en los ojos, emocionadas, impactadas, celosas de mi acto de entrega total.
Otra mordida, justo en mi estómago, otro espiral, otro jadeo.
“Era débil, pequeño” respondí abrazando la cabeza de mi compañera, su cabello estaba húmedo por la sangre. De mis brazos se desprendían patrones pasionales, se veía el universo. Una risa, un silencio.
Mi reflejo en el espejo sobre la cama, allí estaba yo, plumifera, pequeña, devorada por mamá y las demás mujeres del corral.
El pollito y yo, unidos por la saliva, el deseo y la muerte.
“Que bestia inmunda” otra mordida, otro gemido, la cuchilla de mamá cortando el pico de la gallina caníbal. La pequeña ave canonizada entre las fauces de Corrientes.
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