Iniciar una sesión espiritista para hablar con el frontman de Nirvana es una idea ingenua o lúgubre que me acompañó siempre. Será la compulsión que me lleva a imaginar que el Demonio sostiene mis pasos y los hace quedar engullidos sobre los alfombrados que piso; constante vaivén como de piezas de ajedrez que no se recuperan pero sí se fagocitan. Tal vez será que estoy cansada de hablar con los vivos, cuyos movimientos vaticino pero no comprendo, o será que cada vez las cosas se tornan más sórdidas, los volúmenes de los objetos, sospechosos, de repente más a la izquierda, de repente más a la derecha, acaso la farsa fuera la vida entera, acaso de mí salieran hilos, mis manos en cuenco sosteniendo el agua o la sangre gracias a un ventrílocuo de mala vida, porque qué clase de vida podría tener mi titiretero, se me ocurre que la peor.
A Kurt Cobain lo echo de menos como se echa de menos a un padre. Nació el mismo día que el mío, aunque con tres años de diferencia y en el cono sur, apostillado el mío en un ferétro a los treinta y uno y sin un estallido, más bien apagándose, desdibujándose, internado, ambos en el mes de abril, pero uno antes que el otro. Kurt escribió en su caligrafía desordenada y redonda, nerviosa y altiva: Es mejor consumirse que desvanecerse. Después, se mató. A veces quisiera entender la permanencia de la muerte, quisiera poder anidar la permanencia alguna vez. Quisiera reveer, también, el estatuto que prohibe el desvanecimiento como lo mejor. A veces es lo mejor el olvido.
Pero qué olvido, él sabía que nunca habría un olvido.
Descubrí Nirvana a los diez años, veinte y tanto más después que la muerte de él. Me dijeron que no lo oiga, acaso fuese una sentencia de muerte, acaso fueran mis venas a tratarse de ríos, o de fuentes de las que brota la sangre, y mi madre en una juntada familiar reconoció frente a otros oídos que intentó encalibrarme lejos de su lírica. Mientras mezclo las cartas, considero tales cosas, y pienso que el colosal anhelo de resistir al envión de la muerte y el filo de las navajas existe hace rato, mucho antes que Nirvana. Hago una lista de absolutamente todos los clavos que puse en mi propio ataúd, y si bien me he jurado que he salido de éste, todavía estoy bajo tierra. Es decir, si respiro me ahogo en lombrices y barro, pero mis pulmones nunca terminan por explotar. Después de todo, la vida nunca vuelve a ser la misma después de un lavaje de estómago. Eso lo sé porque lo he vivido. Lo atestigüa el dolor intenso que siento después de comer, y también las palabras de los enfermos de cáncer con los que compartía habitación en el hospital donde quedé ingresada, imposible olvidarlas: hablaban de la vida y de alabarla, de que ser joven y querer morir es una falla del alma que no logra atisbar todas las cosas buenas del mundo. Yo pensaba, bien, veo esas cosas buenas, las veo y qué.
Entonces sigo barajando las cartas. Me encomiendo a todos los santos y acólitos eclesiásticos, pretendiendo que me logren guiar, pretendiendo también que Vishnu se encuentre en el fondo de un frasco con sal; pido que no permitan que mi visión esotérica se bifurque y difumine por los campos laminados por lenguas de fuego, el empalamiento, la existencia sin fe, la fe como falta de valor, todo aquello que atormenta y derrama sobre mí sus jugos vitales. Como en el fondo creo que quizá Kurt Cobain quisiera escuchar mi llanto y quisiera ser guía de mi búsqueda, no le pido perdón al oriundo de Aberdeen por ser él la gran víctima de mi deseo por un padre o de mi deseo de obtener una Osa Mayor en los parámetros de mi hogar, ahí donde mi cabeza es mi propio verdugo y se corta sola desde adentro.
A lo mejor Kurt Cobain pronosticaba la admiración obsesiva y puntillosa mía, que lo halla como un ser nuevo cada vez que lo escucha proferir, la voz desgarrada de tanto andar: La angustia adolescente me ha pagado justamente / ahora estoy viejo y aburrido. Será eso un poco de todo lo que pasa cuando uno crece o de a poco perece, y sin embargo me miro a los ojos en el espejo y veo a la misma adolescente con ropa percudida y ojeras carvadas en violeta, y aunque mi madre diga que provienen de la ascendencia árabe de nuestra estirpe, yo estoy segura que llegan de tan mal dormir. Me pregunto si le pasara a todos.
Dejo de barajar y caen un par de cartas del mazo, las pongo desordenadas una junto a otra y luego una bajo otra y me da vergüenza preguntar si estará bien donde está. Me preocupa oír que no, por lo que cierro la puerta apenas la abro, y las cartas regresan a su lugar de guardado. Entonces recorro mi trayectoria vital, ahí donde a mis quince me tatué su nombre con tinta china: KURT, en la pierna, sufriente tinta azulada que se ve terrible pero a la que le tengo cariño, y pienso en el parche de Nirvana que tenía en una campera durante el secundario y en la vez que un monje budista me detuvo en la calle para decirme que ese parche habla de su religión y que fuera a conocer su templo. Pienso en cuando me regalaron sus diarios en la adolescencia y como los leí mientras faltaba al colegio, porque por supuesto que yo nunca iba al colegio, yo me quedaba acostada escuchando Nirvana cantar viólame, viólame otra vez, y leyendo ese libro a sabiendas de que él detestaría que lo hiciera. Entonces también tengo vergüenza: quién soy yo para buscarte así, Cobain, incluso si la cartomancia seguramente sea placebo. Quién soy yo para darte ese lugar de padre y de guía y de rey sucio al que obedeceré siempre con la parte más triste de mí. No soy nadie y sin embargo lo lloro y le escribo, finalmente, esta declaración desorbitada, de fuego fatuo, instigándome más vergüenza porque la realidad es que quisiera parar pero sólo sé escribir.
A Kurt lo extraño como se extraña a un padre, entonces, y le hablo como se le habla a un amigo, y en el recelo de los vivos y en el mundo de los muertos, será siempre él la anti-estrella, el desobediente, Kurt Cobain como en un via crucis, vomitando su voz, su acidez, sus intestinos. Ahora que me duele el intestino todos los días, pienso en él, que buscaba la heroína para apaciguar su dolor, y que formó una familia porque nunca tuvo una. Y pienso en que ojalá sea suficiente eso, crear lo propio, aunque para él no lo fue. Me pregunto si Frances Bean Cobain, su hija, le escribía poemas como yo le escribía poemas a mi padre muerto. Me pregunto si alguna vez le escribió una canción como yo se las escribí a Kurt.
Detesto que digan que Nirvana se supera con el paso de la adolescencia y el acné. Ojalá fuera tan fácil. Ojalá no sintiera que todo lo que dice lo digo yo, y acaso pudiera entender que él no quería que hicieran un análisis y una apreciación de su música, de su ojo, de su estética. Pero él grita que está tan cansado que no puede dormir, y que quiere un inframundo a lo Leonard Cohen, así para siempre podrá suspirar, y pienso qué lindo sería ese inframundo, un inframundo de verdad.
No es esto una carta suicida, ni tampoco una apreciación de la muerte. Será difícil entenderlo porque estoy encuadrada junto a ella y a veces siento que me persigue tanto como me persigue lo malo, que aunque se parezca, no es lo mismo. Es esto una verborragia, una ida y una vuelta de la mano de Virgilio, tal vez, pero no por quererlo sino por sentirlo. Estoy eternamente encorvada y eternamente anulada, completamente destrozada.
Entonces dejo la baraja de cartas y pienso en conseguirme una Ouija y me imagino que el Cielo del mundo no es mi Cielo. Mi Cielo es uno muy distinto, a la cabeza está él.
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