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El Día Que Nació La Doncella

May 27, 2024

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Su tez era blanca como la espuma de las olas que dejaban entrever las aguas marinas

que adornaban sus bellos anillos que posaban en cada uno de sus cinco dedos de cada mano.

Su tía la esperaba en la arena, sofocada por la luz automática del sol que desprende cada uno

de esos granos que duermen eternamente hasta que alguien los pisa, hasta que la marea se los

lleva. En el verano que era sumiso ante los vientos sirocos que arremetían a la piel como

agujas en el aire y resplandecía el astro con el nombre de la Antumalen que dormía serena al

costado de la orilla, cerca de las medusas encalladas por la corriente marina atrevida y atraída

desde el oriente, y sol poniente que derivó en el horizonte hacía callar a las gaviotas que se

escondían, poco a poco, en las rocas del húmedo muelle.

Con su andar, parsimonia etérea que centelleaba al unísono con los vocablos del

músico océano, se avisaba la gloria del potente arrullo que abrevia lentamente la noche

nocturna, apacible, que vendría, y entre las lágrimas del ocaso, su rostro envejecía como

envejecen las estrellas de MACS1149-JD1, atestadas de años que permanecen aún vigentes

como si fueran versos de un poeta destripado hasta el alma hacia la belleza de la doncella.

Iban y venían, niños embadurnados de colores magenta y rojizo jugando a la rayuela

pintada en el dorado lumínico que desprendía la arena tibia con sal. Sus voces cálidas

atrapaban el encanto que sufrían las abolladuras en su suelo clasto forjadas a partir de las

pequeñas manos dulces que encantaban los números y hasta el cielo, y que durante la puesta,

saltaban y sonreían al sendero de sus diversiones infantiles.

Llevando la mano adorada al rostro, su cuerpo embellecido por la sal marina, la boca

tersa aún con pequeñas cotizaciones valoradas en tantos idiomas que sólo la plata podría

poseer, encanto el nuestro que deseosos de verla sonamos las campanas de la catedral de

Notre Dame con sutiles pensamientos que nos sonrojan, su voz entorpecida por la estación de

tren aullaba dolores de pasión infinita columpiándose por el resto de la vida.

Pies libres que visitaban el suelo por pretender un camino sosegado, dejaban vestigios

de poemas jamás escritos por la pluma de Baudelaire, dejaban cuadros imaginados por Van

Gogh y tristes canciones jamás lloradas por Camarón, endulzaban la arena con el aroma de la

trementina de sus pasos y el mirar de su divinidad perseguía la brisa con el canto de unas

sirenas que amaban el monte Fuji que habían alzado sus vuelos la noche cálida de Omán.

Narendra Beaujolais

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