Su tez era blanca como la espuma de las olas que dejaban entrever las aguas marinas
que adornaban sus bellos anillos que posaban en cada uno de sus cinco dedos de cada mano.
Su tía la esperaba en la arena, sofocada por la luz automática del sol que desprende cada uno
de esos granos que duermen eternamente hasta que alguien los pisa, hasta que la marea se los
lleva. En el verano que era sumiso ante los vientos sirocos que arremetían a la piel como
agujas en el aire y resplandecía el astro con el nombre de la Antumalen que dormía serena al
costado de la orilla, cerca de las medusas encalladas por la corriente marina atrevida y atraída
desde el oriente, y sol poniente que derivó en el horizonte hacía callar a las gaviotas que se
escondían, poco a poco, en las rocas del húmedo muelle.
Con su andar, parsimonia etérea que centelleaba al unísono con los vocablos del
músico océano, se avisaba la gloria del potente arrullo que abrevia lentamente la noche
nocturna, apacible, que vendría, y entre las lágrimas del ocaso, su rostro envejecía como
envejecen las estrellas de MACS1149-JD1, atestadas de años que permanecen aún vigentes
como si fueran versos de un poeta destripado hasta el alma hacia la belleza de la doncella.
Iban y venían, niños embadurnados de colores magenta y rojizo jugando a la rayuela
pintada en el dorado lumínico que desprendía la arena tibia con sal. Sus voces cálidas
atrapaban el encanto que sufrían las abolladuras en su suelo clasto forjadas a partir de las
pequeñas manos dulces que encantaban los números y hasta el cielo, y que durante la puesta,
saltaban y sonreían al sendero de sus diversiones infantiles.
Llevando la mano adorada al rostro, su cuerpo embellecido por la sal marina, la boca
tersa aún con pequeñas cotizaciones valoradas en tantos idiomas que sólo la plata podría
poseer, encanto el nuestro que deseosos de verla sonamos las campanas de la catedral de
Notre Dame con sutiles pensamientos que nos sonrojan, su voz entorpecida por la estación de
tren aullaba dolores de pasión infinita columpiándose por el resto de la vida.
Pies libres que visitaban el suelo por pretender un camino sosegado, dejaban vestigios
de poemas jamás escritos por la pluma de Baudelaire, dejaban cuadros imaginados por Van
Gogh y tristes canciones jamás lloradas por Camarón, endulzaban la arena con el aroma de la
trementina de sus pasos y el mirar de su divinidad perseguía la brisa con el canto de unas
sirenas que amaban el monte Fuji que habían alzado sus vuelos la noche cálida de Omán.
Recomendados
Hacete socio de quaderno
Apoyá este proyecto independiente y accedé a beneficios exclusivos.
Empieza a escribir hoy en quaderno
Valoramos la calidad, la autenticidad y la diversidad de voces.

Comentarios
No hay comentarios todavía, sé el primero!
Debes iniciar sesión para comentar
Iniciar sesión