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El día que le pedí perdón a Jesús

Aug 16, 2024

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El día que le pedí perdón a Jesús
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¿Cuánto hacía que no pisaba una iglesia? ¡Ni idea! Puede haber sido hace dos años, tres,

¡o un siglo, no sé! Pero lo cierto es que no estaba precisamente en mis planes terminar ahí,

en ese lugar sagrado. Una iglesia, nada menos. ¡No pegaba con nada! Y justo ahora, a solo

pocas horas de un día tan particular, me encontraba frente a semejante monumento

religioso.

¿Qué me hizo entrar? No sé explicártelo bien. Capaz que fue como una fuerza sobrenatural

que me agarró y me arrastró adentro. Antes de cruzar esas puertas enormes, me tomé un

tiempo para fumarme dos buenos cigarrillos. Si me iba a mandar una cagada de

proporciones, al menos quería hacerlo con calma.

El quilombo de la calle quedó atrás cuando traspasé esas maderas pesadas. Y ahí estaba

yo, sumergido en un silencio profundo, de esos que no escuchaba desde hacía mucho. No

es lo mismo el silencio de la iglesia, ¿viste? Es como si todo se aquietara de verdad, como

si hasta los suspiros se tomaran vacaciones. Un silencio con respeto, diría yo. Miré

alrededor y la majestuosidad del lugar me hizo sentir chiquitito, muy chiquitito. Siempre me

sentí así frente al mundo en general, pero ese es otro tema y no viene al caso. Por fin

estaba lejos de mi barrio, de mis quilombos. Ahí, en esa tranquilidad religiosa, encontré una

paz que se había esfumado de mi vida. Era como estar en otro mundo (y, créeme, así era).

No sé si fue la fe, el destino o simplemente una cuestión de pura casualidad lo que me llevó

a parar en esa iglesia. Lo que sí tengo claro es que, por un ratito, logré establecer una

conexión con algo que superaba mi propia amplitud. Y en esa conexión, en ese monumento

sagrado, encontré la esperanza de que, aunque mi vida estuviera llena de desprolijidades,

quizás aún había algo mejor esperándome allá afuera. Y no solo a mí.

Atravesé esas puertas con un dejo de timidez, con miles de preguntas, aunque la que más

me resonaba era sobre qué estaba haciendo en ese lugar. Y con culpa, por supuesto,

muchísima culpa. Eran las diez de la mañana, así lo comprobé en la pantalla de mi celular

antes de ponerlo en modo avión para que nada me molestara. Lo que menos quería era

pasar verguenza a causa de ese aparato que últimamente parecía tener más vida propia

que yo. Lo primero que divisé fue el piso; me costó levantar la mirada. Luego, una señora

arrodillada pidiendo, vaya uno a saber por qué. Esa imagen también me sacudió la

conciencia, seguramente estaba suplicando por la cura de una enfermedad, de ella o de

algún familiar, quien sabe. No sabía qué hacer, saludé con un "buen día" a otro hombre que

pasó a mi lado pero no obtuve respuesta. Era sapo de otro pozo, me dije. Continué

recorriendo, observando la hermosura de esas paredes, los vidrios de colores, el techo,

todo me llamaba la atención, casi no recordaba cómo era estar allí. Hasta que lo vi. Justo a

mi derecha, Jesús clavado en la cruz, su rostro reflejando un sufrimiento que partía el alma.

Sus manos y pies ensangrentados, los clavos ensartados sin piedad. Cerré los ojos como si

pudiera sentir en carne propia ese tormento. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última

vez que me encontré con esa imagen? Me di cuenta de que lo que estaba por hacer era

completamente irrespetuoso. Ese hombre que supo padecer una muerte tan brutal,

entregando su vida de manera tan desgarradora, iba a ser testigo de una petición

totalmente fuera de lugar en su propia casa. Claro que lo pensé, pero poco a poco me fui

persuadiendo de que estaba tomando la decisión correcta. Se jugaban cosas

fundamentales: mi viejo, mi vieja, mis hermanos, incluso Laika, la pequeña perrita que había

adoptado, merecía una alegría. Y por supuesto, mis amigos. Medité sobre lo que pasaría si

ese deseo en conjunto no se cumplía, en lo amarga que sería la vida si no funcionaba, si no

se lograba esa quimera. Porque podía ser, ¿por qué no? Tantas injusticias existen en el

mundo que una más no cambiaría nada. Aunque esta sí, esta sería una de las más injustas

de todas, no podía ser, otra vez no. Porque una sí, pero más de dos veces no, viejo, eso sí

que no.

Deposité la vista en los ojos de ese hombre clavado en la cruz. Parecían rotos, llenos de

soledad, casi como los míos y los de la sociedad argentina, tan castigada por unos cuantos

turros que solo les importa llenar sus malditos bolsillos. Por suerte, yo no soy un tipo así,

aunque ahí mismo me sentía un poco hipócrita. Pero bueno, pensé, es lo último que me

queda por hacer, no encontraba otra opción.

Siempre de pie frente a Jesús, giré hacia mi izquierda y me di cuenta de que me

encontraba solo. Jesús y yo, cara a cara. Silencio otra vez. Miré mi celular como un acto

reflejo y lo volví a guardar. Ya eran diez minutos desde que había atravesado esa puerta.

Diez minutos de silencio y muchas preguntas. La más difícil, era sobre la manera en que le

haría la petición. ¿Debía rezar? ¿Recitar un Padre Nuestro, dos Ave Marías? Sería

imposible, hasta casi que no las recordaba. ¡Ahora el turro soy yo, me dije a mí mismo! Le

estaba faltando el respeto a los verdaderos fieles, a los que rezan día y noche y piden por

cosas que valen la pena de verdad. No es que no valía la pena lo que yo quería pedir, pero

me di cuenta de que no era tan crucial como otras cosas en la vida. Aunque para mi era de

vida o muerte.

Me sumergí en el imaginario de un futuro donde mi súplica tenía éxito, un mundo de éxtasis

y triunfo. Por fin, silenciaría a esos tipos que siempre tienen una comparación absurda en la

punta de la lengua, como si no fueran conscientes de la suerte de estar en un planeta que

alberga belleza, virtuosismo, talento y genialidad. Todo eso analicé mientras los segundos

seguían su curso. A esa altura, al no saber cómo encarar, me senté en la última fila. El

sonido se rompió porque un hombre de alrededor de sesenta y cinco años ingresó y se

dirigió también a Jesús. Lo miró detenidamente por varios segundos, pareció balbucear

unas palabras, hasta que giró y se encontró conmigo, que no logré disimular y me halló

mirándolo. Nos saludamos y el hombre partió. Eso hizo que me hiciera varias preguntas.

¿Qué habría pedido? ¿Por una enfermedad? ¿Por la recuperación de su nieto producto de

un accidente? ¿Y si le había pedido lo mismo que yo, y al sentir tanta verguenza, se retiró

rápidamente? En medio de esa atmósfera, también me asaltó un pensamiento muy personal.

Por primera vez, era yo quien solicitaba algo. Usualmente, como empleado bancario, paso el tiempo

escuchando problemas y ofreciendo soluciones, un espectador en la vida de los demás. Así

que bueno, tampoco estaba mal pedir ser escuchado, ¿no? Eso fue lo que me impulsó del

todo. Me dije que ya era hora.

Me puse de pie con determinación, enfrentando nuevamente la imagen de Jesús clavado

en la cruz. Lo miré a los ojos, esos ojos perpetuamente tristes, y formulé mi deseo. Mi mano

casi temblando tocó el pie ensangrentado, como si pudiera transmitir mi imploración a

través de ese contacto. Ese bendito y mágico pie izquierdo. Supliqué con voz entrecortada, las lágrimas

amenazando con emerger. Pedí por mí, por vos, por mis amigos y los tuyos, por mi familia y por el mejor

jugador de todos los tiempos. Pedí por las personas que se rebelan o sublevan contra

la rutina, la depresión, los bajones y los problemas cotidianos, como alguna vez escuché

decir a Germán Sosa y como siempre lo recuerdo cada vez que tengo la posibilidad. En un

país donde el escuadrón de los pobres tiene cada vez más soldados en sus filas, debería

por fin cumplirse el sueño de ser campeón mundial nuevamente, para que los "nadies" se

sintieran alguien y los pobres se sintieran ricos. De una buena vez por todas. Casi llorando,

agradecí ser contemporáneo a lo que estaba por suceder. Después, me alejé lentamente,

despidiéndome con la mirada una última vez. En esa contemplación, hubo también un

pedido de disculpas de mi parte, por haberme olvidado de él durante muchos años y

aparecer de un día para el otro totalmente desesperado por su ayuda.

Ya nuevamente en la calle y con ganas de tomarme un café, saqué el celular del bolsillo. El

reloj marcó las 10:25 hs de la mañana del viernes 16 de diciembre de 2022. Faltaba muy

poco para que el calor arrasara contra la ciudad. Faltaban dos días para que Argentina

jugara la final del mundo contra Francia.

Niyén Pibuel

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